Formular observaciones: las críticas y los comentarios. El arte de agradar

No es lo malo escrutar; lo malo es que el afán de investigación se traduzca en juicios críticos, en comentarios que única y exclusivamente pueden redundar en daño ajeno

El arte de agradar. Manual de la verdadera educación. 1905

 

Críticas y comentarios. Grupo a migas. Juicios críticos, comentarios y observaciones que dañan o molestan a los demás foto base rawpixel - Pixabay

Juicios críticos, comentarios y observaciones que dañan o molestan a los demás

Aquella urbanidad

Dignos de todo aplauso son los espíritus educados y serenos que, con honrada reflexión, atraviesan por el mundo observando siempre la entraña de las cosas, fijándose en los detalles más insignificantes y encontrando por doquiera materia de estudio y campo en que ejercitar sus depuradas facultades perceptivas.

Pero cuando las aptitudes observadoras se aplican sólo en el sentido de investigar las vidas ajenas, para que las circunstancias que rodean a esas vidas entretengan la curiosidad o sirvan de alimento a la murmuración, lejos de merecer aplausos merecen acerbas censuras los que a tan antipática como nada caritativa tarea se dedican.

No es lo malo escrutar; lo malo es que el afán de investigación se traduzca en juicios críticos, en comentarios que única y exclusivamente pueden redundar en daño ajeno sin beneficio propio. Contra los aficionados a comentarlo todo y a formular observaciones a propósito de todo van enderezadas estas líneas.

Nada tan inútil, y a veces tan peligroso, como el hábito de ocuparse en lo que otros han hecho, hacen o se proponen hacer, y en lo que hubieran debido o debieran realizar, en las frases que pronunciaron y en sus gestos y actitudes, pensamientos y obras.

Hablar de lo que no saben o de lo que creen saber

Por de pronto, es frecuente que los observadores comentaristas se dejen llevar por la imaginación y crean ver en la realidad lo que únicamente existe en su fantasía.

Además, no es corriente que una persona culta, atenta al cumplimiento de los deberes que la sociedad le impone para consigo misma y para con los semejantes, se interese vivamente en asuntos que ni en poco ni en mucho le afectan. Generalmente la costumbre de la observación crítica radica en gentes que tienen poco cultivada la inteligencia y poco afinados los sentimientos morales.

Aparte de esto, hay que convenir en que la tarea de tales comentaristas resulta vulgar con vulgaridad desesperante. Porque no puede ser noblemente elevada una vida que se emplea en escarbar en otras vidas, buscando en ellas pequeñeces, ni más ni menos que cualquier roedor que escarba en busca de insectos para devorarlos.

¿Es digno empleo del entendimiento el de llevar nota circunstanciada de las visitas que hace o que recibe la señora X..., de los nombres y clase de sus amigas, de los trajes que viste, de las predilecciones que demuestra o de los objetos que compra, y comentar ampliamente todo cuanto de cerca o de lejos se refiere a estas observaciones, corregidas y aumentadas a placer?

Esto, sobre ser indigno, ofrece el riesgo de que una vez contraída la costumbre de observar o de comentar, se cae fatalmente en la necesidad de renovar los temas que forman esta comidilla, y para lograrlo se ansia averiguar las decisiones, sean cuales fueren, de unos y de otros, y tal ansia conduce derechamente a espionajes, interrogatorios e indiscreteos necesariamente ruines y rastreros.

Luego, como es regla general la de juzgar al corazón ajeno por el propio, se llega a creer que a todos interesan grandemente las minucias y detalles recogidos, minucias y detalles que empequeñecen el pensamiento y la conversación.

Hay quien cree o aparenta creer que este hábito de investigar y de comentar resulta inocente y no proporciona molestias al prójimo. Nada menos que eso. La señora que tiene la desgracia de padecer a una amiga observadora, puede decir que está sometida a un constante suplicio. Que es suplicio, realmente, el de sentirse objeto de tenaz y de perpetua vigilancia; que es suplicio el de no poder salir ni entrar, ni exteriorizar pesadumbres o alegrías sin verse acosada con preguntas y sin poder evitar que los dichos y hechos se abulten o se desfiguren caprichosamente dándoles torcida interpretación.

A cualquiera hora hemos visto llegar una amiga y preguntar a otra:

- ¿Dónde veranea usted este año?

- En San Sebastián -le contesta.

- ¿Y por qué en San Sebastián, teniendo una hermana que vive en Santander?...

- Porque mi hermana este año se propone pasar el verano en el extranjero.

- No es una razón, porque, aunque así sea, siempre estará la casa en condiciones de que usted pueda habitarla.

- Sí, pero es que piensa vender esa casa - ice la señora harta de preguntas, creyendo dar por acabado el interrogatorio.

Imposible. La indiscreta examinará atentamente el rostro de su víctima, analizará sus gestos, deslizará indicaciones acerca de enfriamiento en las relaciones fraternales y acerca de pérdidas de fortuna...

Y al salir de la visita relatará a quien quiera, darle oídos que la señora X... ha roto con su hermana, que no se visitan, que la hermana se arruinó y se ha expatriado, y otras mil invenciones absurdas.

Pensemos en la violencia que supone mantener conversación cuando nos consta a ciencia cierta que están analizando todas nuestras frases. Lo menos que podemos hacer es hablar de cosas insignificantes, triviales, que no den margen a suposiciones y comentarios.

Nada digamos de las que, atacadas agudamente por la manía de la observación y del comentario, descienden a interrogar a nuestros propios sirvientes para arrancarles, con mayor o menor habilidad, noticias íntimas de nuestros gustos y costumbres, carácter y naturaleza.

Con lo apuntado basta y sobra para que se vea claramente la fealdad de la conducta de esos espíritus que, pretendiendo sentar plaza de perspicaces, son sencillamente indiscretos y falseadores de la verdad.

Evitemos con gran cuidado que nuestros hijos nos oigan hacer observaciones y comentarios respecto a este o al otro pariente o amigos.

No consintamos, en modo alguno, que los niños se permitan decir si esta o la otra persona conocida hizo un gesto o dijo tal o cual cosa.

En la infancia puede corregirse esta censurable manía.

En la mayor edad no tiene remedio.

Huyamos de los observadores, y, para huirlos mejor, abominemos con nuestros actos de esta reprobable costumbre.