La celebración de las fiestas.

Muchos hay, por desgracia, que pasan en ejercicios perniciosos, en la disolución, en la embriaguez, las horas que debieran consagrar al culto del Eterno.

Manual de la Urbanidad y el Decoro.

 

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De la celebración de las fiestas.

Obligados a procurarse con el trabajo los medios de subsistencia, los hombres establecieron ciertos días de descanso que consagraron al culto divino. Entonces suspendieron las fatigas del cuerpo, cerraron los talleres y se reunieron en templos para elevar sus fervientes votos al Eterno, y darle gracias por sus beneficios.

La Religión nos manda celebrar estos santos días por medio de buenas obras, y con testimonios públicos de amor al Dios verdadero.

Muchos hay, por desgracia, que pasan en ejercicios perniciosos, en la disolución, en la embriaguez, las horas que debieran consagrar al culto del Eterno. Éstos obran directamente contra la moral pública. El hombre que se degrada con semejante conducta, añade al crimen de irreligión el del mal ejemplo que da a sus hermanos, y multiplica los escándalos y los vergonzosos trofeos de la inmoralidad. Mientras que todo un pueblo compungido se prosterna al pie de los altares y se humilla ante la Omnipotencia celestial y el impío insulta con su desenfreno la imagen y los más bellos dones del Criador.

No hay cosa más indecorosa ni impía que hacer mofa del culto y de la Religión. El que se atreve a tales irreverencias merece pasar por insensato, o por hombre de mala fe.

¡Vosotros que os pronunciáis así contra lo que tiene el hombre de más caro y sagrado en la tierra! No habréis seguramente conocido los consuelos sublimes y patéticos de la religión. Si queréis despojaros de esas ideas de sujeción y humildad que nos impelen hacia un Ser superior a nosotros; si no distinguiendo cosa alguna más allá de la materia y de la nada, os limitáis a lo presente sin hacer caso de lo futuro, si desconocéis la mano sobrenatural que se manifiesta en toda la naturaleza, si abjuráis por fin la creencia de Dios, ¡ah! guardad para vosotros mismos esta opinión temeraria y estéril, y dejadnos nuestros altares, nuestros templos, nuestro Dios, nuestra inmortalidad, nuestra esperanza.

El hombre sería bien desgraciado, si en este suelo humedecido por el sudor de su rostro y regado con sus lágrimas, en medio de las angustias, privaciones e infortunios, no albergase la consoladora idea de una vida más feliz; si no viese a una distancia inmediata a un Ser bueno, compasivo, misericordioso que le muestra el término de sus males, y le tiende los brazos para recibirle en su seno paternal , y recompensarle allí las virtudes que habrá practicado en la tierra.