Tarde décima. De las virtudes personales.

Parece a primera vista que nuestras pasiones y vicios deben dañar solamente a nosotros mismos; pero al mismo tiempo que nos depravan, son funestos a los que nos rodean.

Lecciones de moral, virtud y urbanidad.

 

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El Padre. - Esta tarde voy a hablaros de las Virtudes personales.

Emilio. - ¿Qué se entiende por virtudes personales?

El Padre. - Los esfuerzos que hace un corazón generoso para reprimir los deseos perniciosos que nacen en él. Parece a primera vista que nuestras pasiones y vicios deben dañar solamente a nosotros mismos; pero al mismo tiempo que nos depravan, son funestos a los que nos rodean. El glotón y el borracho estropean su salud y arruinan a sus familias; el perezoso hace sentir doblemente los efectos de su dejadez a los que debiera sostener con su trabajo, conduciéndolos así a la miseria.

Hemos visto en Alejandro el Grande un efecto terrible de la cólera y del vino. Todas nuestras pasiones llegan a ser temibles, no reprimiéndolas en su origen. A esto debe aplicarse constantemente nuestro valor. Hijos mios, cuando advirtáis una inclinación viciosa, sofocadla sin compasión. ¡Ay de aquel que trata con indulgencia a los primeros viciosos deseos que nos halagan! Bien puede estar seguro de que le conducirán a su perdición. De aquí procede muchas veces el rigor de un padre con sus hijos; advierte en alguno de ellos una mala inclinación, el principio de un vicio funesto; y conociendo que el hijo no tratará de corregirse por no prever las malas consecuencias que puede tener, le reprende, y aun le castiga con más o menos rigor, según lo requiere la malicia y obstinación del hijo; y así logra que aquella tierna planta de frutos provechosos.

Vamos a ver, querida Luisita, si te acuerdas de aquella fabulita que te enseñé la semana pasada.

Luisita. - Sí, me acuerdo; y si la digo bien ¿me dará V. algo, papá?

El Padre. - Si la dices bien, te regalaré el domingo, que es tu cumpleaños, un vestido muy lindo, y además te enseñaré otra fabulita.

Luisita. - Pues bien, oiga V. la que yo se.

La parra y el podador.

¡Ay! no me hieras tanto;
deja el ramaje umbrío;
yo te daré, amo mío,
más vino que jamás.

¿No te mueve mi llanto?
¡Oh Dios! de su hoz me venga;
¿Qué va a él en que yo tenga
rama menos o mas?

Así la vid decía
al podador mezquino;
él se apiadó ... ¡A Dios vino!
A otro año ya no dio.

Lector, tus hijos guía
al bien, cuadre o no cuadre;
por ser piadoso un padre,
¡Qué de hijos no perdió!

La Madre. - Bien, hija mía; mereces que tu padre te regale lo que te ha prometido.

El Padre. - Hay una virtud personal, mas útil al que la practica que a los demás, y que debemos cultivar con empeño, porque nos mantiene en nuestra dignidad.

Jacobito. - ¿Cuál es esa virtud, papá?

El Padre. - Es la paciencia en los males y desgracias inevitables. Aquel que al primer mal que siente, se lamenta y queja de su suerte, es un cobarde que no reflexiona que en este mundo estamos expuestos a sufrir a cada paso; y que estas quejas le degradan y no le curan. Aquel que, perseguido de la desgracia, no sabe llevar con resignación su suerte, no está lejos de cometer una bajeza para cambiar de situación. El valor que se desplega en los sufrimientos, ennoblece nuestra desgracia, y contribuye a disminuir las penas que la acompañan.

Emilio. - Papá, bien sabrá V. algún caso que nos divierta y venga bien a lo que se trata ¿es verdad?

El Padre. - Justamente me ocurre ahora uno. Cuentan de Abou Hanisfach, conocido por el Sócrates de los Musulmanes, que habiendo recibido un bofetón, dijo al que le insultó: "Podría corresponder a esta injuria con otra injuria, pero no quiero; podría también acusarte al Califa; pero no quiero ser un delator; podría en mis oraciones quejarme a Dios del ultraje que me has hecho, pero me guardaré muy bien de hacerlo; en fin, podría pedir el ser vengado en el día del juicio, pero no permita Dios que yo a|bergue semejantes pensamientos. Bien al contrario, si llegase en este momento tan terrible día, y si mis súplicas fuesen bien recibidas del Todopoderoso, desearía entrar contigo en el paraíso."

No faltarán hombres, hijos míos, que os dirán que esta alma pacífica, tranquila y dispuesta a perdonar, era cobarde; porque así es como piensan los que, corriendo siempre tras la falsa gloria, no tienen la fuerza ni el valor de imitar la noble acción de aquel filósofo musulmán.

Otro filósofo antiguo, llamado Epitecto, débil de cuerpo, contrahecho, y esclavo de un hombre ruin y malvado, solia decir: "Ocupo el lugar que la Providencia ha determinado, y mostrarme quejoso, es ofenderla." Para él era señal segura de tener un corazón corrompido el hombre que aliviaba sus desgracias, al ver padecer las mismas a otros.

Bien sé yo que no todas los almas están templadas de modo que puedan sufrir los males con la misma resignación con que supo sufrirlos Epitecto, ni yo exijo que se le imite al pie, de la letra; esto solo pertenece a ciertos seres privilegiados. Lo que yo os aconsejo es que arrostréis las desgracias con firmeza, que no os envilezcáis con inútiles quejas, ni mucho menos, con acciones reprensibles.

Hablemos ahora de una virtud superior a todas las demás, y que las realza en alto grado; hablo de la modestia, hijos míos, de esta modestia que consiste en hacer el bien, por solo el placer de hacerlo. El que hace un beneficio por solo el gusto de publicarlo, es un orgulloso sin delicadeza, que trata de humillar al que sirve. El bien que se hace por virtud, no es ruidoso, y su mérito está en el silencio. Oíd atentamente un caso que os va a gustar mucho, y que debéis imitarlo siempre que podáis.

Montesquieu, caballero francés y autor de una obra inmortal intitulada "El Espíritu de las Leyes", se paseaba un día en Marsella por la orilla del mar. Un joven llamado Roberto estaba en un bote esperando que entrase alguno. Montesquieu entró y se sentó, mas a poco rato se disponía a salir, creyendo que Roberto no era el patrón, y diciendo que supuesto no parecía el dueño del bote iba a pasar a otro.

"Señor, este bote es mío, le dijo el joven, ¿quiere V. salir del puerto?

- No, señor, pues no queda más que una hora de día; solamente dar unas vueltas por el puerto para disfrutar de la frescura y belleza de la tarde. Pero V. no tiene trazas de ser marinero.

- Efectivamente no lo soy, y si me empleo en esto es por ganar algo los domingos y dias de fiesta.

- ¡Tan joven y tan avaro! en verdad que esto disminuye el interés que inspira vuestra fisonomía.

- ¡Ay! señor, si supiera V. por qué deseo ganar dinero, no pensaría V. tan mal de mí.

- He podido equivocarme, pero es por no haberse explicado V. Empecemos a dar nuestro paseo y cuénteme V. su historia.

"Mi desgracia, dijo el joven impeliendo el bote con los remos, es el hallarse mi padre cautivo, y no poder redimirle. Con el dinero que pudo recoger compró una pacotilla, y se embarcó para Esmirna; pero el barco fue cogido por un corsario y llevado a Tetuán, donde está esclavo con todos los demás de la tripulación. Piden mil duros por su rescate; pero como hizo un esfuerzo para que la especulación mercantil fuese más importante, estamos bien lejos de poseer esta suma. Mi madre y mis hermanas trabajan dia y noche; yo hago lo mismo en casa de mi amo, que es un joyero; y aprovecho los domingos y fiestas. Nos privamos de cuanto podemos; vivimos en una habitación muy reducida. Al principio traté de ir a libertar a mi padre, poniéndome en su lugar; mas cuando iba a ejecutar este proyecto, lo supo mi madre no sé cómo, y me aseguró que era impracticable y quimérico.

- ¿Y reciben ustedes de cuando en cuando noticias de su padre? ¿Se sabe quién es su amo en Tetuán, y cómo le trata?

- Su amo es el que cuida de los jardines del rey y le trata bien.

- Y en Tetuán ¿qué nombre tiene?

- El mismo que tenia aquí, Roberto Laplace.

- Siento infinito semejante desgracia, pero me atrevo a presagiar una suerte digna de los buenos sentimientos de toda su familia, y la deseo sinceramente. Al embarcarme, deseaba entregarme un rato a la soledad; no tome V. pues a mal que me mantenga silencioso."

Así que se hizo de noche, Roberto atracó al muelle; Montesquieu al tiempo de salir le entregó un bolsillo, y sin darle tiempo de que se lo agradeciera, desapareció. El joven abrió el bolsillo, y halló unos mil reales en oro, y cosa de ciento en plata. Todas las diligencias que hizo después para darle las gracias fueron inútiles.

Pasaron seis semanas, la familia continuaba trabajando sin descanso para completar la suma que necesitaba, cuando un dia a la hora en que todos estaban comiendo el triste alimento necesario para vivir solamente, ven aparecerse a Roberto el padre, vestido muy decentemente. La mujer y los hijos quedaron asombrados, y un momento después se entregaron a la más viva alegría. El buen padre empieza a darles las gracias por los doscientos duros que le han enviado, además de haberle pagado el rescate, por los vestidos, por el flete y manutención durante el viaje, y no halla expresiones con que exagerar el amor y el celo de todos los de la familia.

Todos quedan admirados; la madre cree que a su hijo es a quien se debe todo esto; cuenta a su marido todo lo que él ha hecho: "Teníamos algo más de la mitad del dinero para el rescate, es regular que haya hallado amigos que le hayan ayudado." El padre se figura que si el hijo no ha participado a su madre su designio, es por haber empleado algún medio deshonroso, y se estremece al pensar que el amor filial le habrá hecho culpable. Sosiégúese V., padre mío, respondió el joven abrazándole, no soy indigno del título de hijo, ni bastante feliz para haber logrado dar a V. la libertad.

¿Se acuerda V., madre, de aquel desconocido que me dio un bolsillo con dinero? Tengo presente que me hizo muchas preguntas, y sin duda él es nuestro bienhechor. No cesaré hasta encontrarle, hasta que venga a gozar del espectáculo de sus beneficios. En seguida contó a su padre todo lo que pasó con el desconocido.

Unido Roberto a su familia, halló amigos y socorros; empezó a trabajar de nuevo, y al fin de dos años ya ganó con qué vivir cómodamente. Paseándose un domingo su hijo por el puerto, encontró al desconocido; corre a él, échase a sus pies.

- "¡Oh bienhechor mío! ... " es lo único que puede proferir. Montesquieu le pregunta la causa de aquel entusiasmo. "¡Como puede V. ignorarlo, señor! ¿No se acuerda V, de Roberto y de su desgraciada familia, cuyo padre redimió V. del cautiverio?

- V. se equivoca, amigo mió, responde el virtuoso Montesquieu, que no quería ser conocido; hace muy pocos días que estoy en Marsella.

- No digo que no, pero hace veintiséis meses que también estuvo V. aquí; acuérdese V. de aquella tarde que le llevé a pasear por el puerto, y de las preguntas que V. me hizo. V. es el libertador de mi padre, el salvador de toda una familia, que solo desea conocer a V. Venga V. conmigo y acabe V. de hacernos felices con su presencia.

- Ya le he dicho a V., amigo mío, que se equivoca.

- No, señor, no me equivoco, bien me acuerdo de su cara de V., del eco de su voz; "venga V., señor, venga V. conmigo."

Al mismo tiempo le cogía por el brazo; las gentes empezaban a reurnise, y Montesquieu para desembarazarse, levantó la voz con tono grave y firme, y dijo: "Señor, esta escena empieza a ser algo molesta. El error de V. nace sin duda de parecerme a esa persona que hizo a V. el favor de que habla."

El joven insiste, quiere detenerle; pero Montesquieu, haciéndose alguna violencia, reuniendo todas sus fuerzas para resistir a la seducción del placer delicioso que se le ofrece, huye como una saeta por entre la multitud y desaparece al instante.

No se hubiera sabido quien era autor de tan bella acción, a no ser por haberse hallado entre los papeles de Montesquieu, después de su muerte, una nota de treinta mil reales que mandó a un negociante de Cádiz. Los herederos escribieron al negociante para saber en qué se habia empleado esta suma, y la respuesta fue, en rescatar a un tal Roberto Laplace de Marsella, cautivo en Tetuán. Entonces se adivinó el enigma; y aunque estaba en el sepulcro el hombre virtuoso, tuvo en la tierra el premio de alabanza que nuestra gratitud debe a todo el bien que se hace; digo nuestra gratitud, porque aunque no sea a nosotros a quienes se favorezca, debemos estimar al autor de cualquiera beneficio; lo contrario sería una indiferencia criminal.