A solas con su Dios. Cortesía íntima.

Aunque las relaciones para con Dios suelan ser las menos estudiadas en los tratados de Urbanidad, no por eso dejan de existir y tener máxima importancia.

Urbanidad Eclesiástica.

 

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1. Cortesía espiritual.

Los Sacerdotes muy bien podemos apropiarnos la consigna que daba la Madre Josefina Goet, Superiora General de las Religiosas del Sagrado Corazón, cuando decía a sus hijas: Seamos santas y corteses. Por razón de nuestro estado de perfección, necesitados estamos de la santidad; pero no menos de la cortesía, y téngase en cuenta el consejo de un notable escritor: "No olvidemos el trato finísimo y esmeradísimo a que estamos obligados, por nuestra mera profesión de cristianos, para con Dios". Pues, si esto exigía Mons. Gay de los simples fieles, mucho más podrá esperarse de los consagrados para Ministros de sus altares.

Aunque las relaciones para con Dios suelan ser las menos estudiadas en los tratados de Urbanidad, no por eso dejan de existir y tener máxima importancia. El Padre Juan de Guernica, O. M. C, daba estas normas: "Si la cortesía es atención constante en no decir, ni hacer más que aquello que pueda ser agradable a los demás, tened ese mismo cuidado en lo que atañe a Dios. Si es el legítimo deseo de complacer a todo el mundo, sea primero el deseo de complacer a Dios. Si su objeto es mantener atentas relaciones con los prójimos, mantengamos, ante todo, esa cortesía con nuestro Señor. Si el afecto constituye la dicha de estas relaciones, entreguémonos, principalmente, a la unión afectuosa con Dios."

He aquí cómo, para los que tenemos fe, el verdadero concepto de Urbanidad nos obliga a tratar algunos puntos que están íntimamente ligados con la vida interior, y aun con la vida sobrenatural, pues, como decía el mismo ilustre escritor capuchino, "La Urbanidad que sólo queda en el ceremonial exterior, no es obra perfecta".

2. Piedad íntima.

La Iglesia nuestra Madre, señala bien claramente, nada menos que en su Código de Derecho Canónico - Can. 124 y 125- las obligaciones que incumben a todo Clérigo en sus relaciones íntimas para con Dios: exige que lleven una vida interior y exterior más santa que la de los seglares, y para ello impone a los Prelados la obligación de cuidar de que sus Eclesiásticos practiquen diariamente la oración mental, visiten al Santísimo Sacramento, recen el Rosario a la Madre de Dios y examinen su conciencia, además se purifiquen frecuentemente de toda mancha en el santo tribunal de la Penitencia.

Quien quiera percatarse de la necesidad que tiene el Sacerdote de llevar una vida interior y santa, lea la exhortación que dirigió al Clero el gran Papa Pío X con ocasión del 50° aniversario de su sacerdocio, en la que llega a decir el insigne Pontífice que "entre el Sacerdote y cualquier hombre probo, sea el que fuere, debe haber tanta diferencia como existe entre el cielo y la tierra"; y las que dirigía San Jerónimo en la carta LII a Nepociano, comentando el verso quinto del Salmo XV, que se usa como fórmula para recibir la tonsura eclesiástica: "Dominus pars haereditatis meae et calicis mei; tu es qui restitues haereditatem meam mihi". "Por estas palabras -dice el Santo Doctor- el Sacerdote queda advertido de que él es una parte del Señor o que tiene el Señor por parte suya; debe moslrarse tal como el que posee al Señor o es poseído por Él".

Muy natural será, por tanto, que el Ministro de Dios sostenga un trato íntimo y cordial con el Señor, al servicio de cuyos altares se ha consagrado: triste cosa fuera, vivir enemistado con Aquel que se dignó escogerle y consagrarle como representante suyo. Por ende, la cortesía santa ha de exigir como deber imprescindible ese primer saludo diario al Creador, que en el lenguaje ascético se llama ofrecimiento de obras: cualquiera que sea la fórmula que se empleare, es natural que el Ministro de Dios se apresure a ponerse a las órdenes de su Señor y a ofrecerle nuevamente todos sus servicios, ya sea nada más levantarse en la propia estancia, o bien un poco después en el santo templo ante el Sagrario, donde Él mora.

A este primer intercambio de afectos, suele seguir ese "trato de amistad con Dios" -como llamaba Santa Teresa a la oración mental-, supremo resorte para lograr los grandes éxitos ministeriales. Las normas para conducirse interiormente en tan transcendentales momentos pueden verse en las obras de los grandes maestros de espíritu, como Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, Venerable Padre Granada, San Alfonso María de Ligorio, Padres Rodríguez y La Puente y en nuestros días el Abad Lehodey y el Padre Maestro Arintero, O. P.

Exteriormente todos dejan amplia libertad para que cada cual satisfaga los fervores de su devoción en una u otra Postura corporal, siempre que ésta sea reverente y correcta.

Otro de los actos diarios, de que rara vez podrá dispensarse el Sacerdote, es la visita a Jesús Sacramentado. "Baño de amor" solía llamar el Santo Cura de Ars a la Eucarislía, y nadie puede estar más obligado a solazarse en esas aguas de vida eterna que el puesto por el Señor para custodiarlas y distribuirlas. Todo Sacerdote podría hacer grabar en la puerta del Sagrario, la inscripción que Mons. Legur mandó poner en el suyo, cuando el Papa Pío IX le concedió el privilegio de tener en su oratorio privado el Santísimo Sacramento, como premio de haber envejecido trabajando por la gloria de Dios: "Hic adest ¡Vita! ¡Caelum! ¡Amor! ad consolationem". Descortesía incalificable vendría a ser en el Sacerdote no cuidarse él mismo de recibir y agradecer esos consuelos que el buen Jesús brinda desde el Sagrario a todas las almas, y en especial a aquellas que tienen a su cargo el cuidar de su Divina Persona.

Para con la Virgen María, bondadosa Madre de los hombres y Reina del Clero, señala el Código como obsequio diario el rezo del Santo Rosario. ¿Cómo no había de pedirse a cualquier Sacerdote que guardase las atenciones que se merece la que es Mediadora de todas las gracias? Con su omnipotencia suplicante habrá de contar cada día para el feliz éxito de muchos y arduos negocios que lleva consigo la salvación y santificación de las almas; justo es que se disponga a tenerla propicia y mostrarle su gratitud con esta santa fórmula de devoción mariana.

Y, por fin, recomienda la legislación eclesiástica que hagan diariamente los Sacerdotes su examen de conciencia, sin el cual difícil será que puedan conservar limpia y santa su alma. Si para que nuestro vestido permanezca sin mancha y esté a todas horas en condiciones de que podamos presentarnos decentemente en sociedad, es necesario examinar con detenimiento cada prenda antes de vestírnosla, o al salir de casa, con igual o mayor esmero habremos de cuidarnos de atisbar en el espejo del examen las culpas e imperfecciones que nos delate nuestra conciencia, si tenemos el justo anhelo de permanecer limpios ante los ojos del que todo lo ve y escruta lo más recóndito de los corazones. Claro está, que de poco serviría descubrir las faltas, si el frecuente uso del Sacramento de la Penitencia no se encargase de limpiar y hermosear el alma mediante la gracia sacramental.

Ni que decir tiene, que estas indicaciones del Código Canónico señalan el mínimum de la piedad íntima que se puede pedir en un Sacerdote. Al fervor y celo de cada uno corresponde determinar la manera y forma de cumplir estos deberes, como también el añadir cuanto sus peculiares necesidades y obligaciones requieran.

3. Oración pública.

Mas estas oraciones privadas no pueden ser suficientes al Sacerdote, que es hombre público, cabalmente elegido y consagrado por la Iglesia para orar.

"El sacrificio de la Misa -dice el P. Agustín Rojo, O. S. B.- ocupa el centro del culto litúrgico, porque expresa de una manera perfecta las adoraciones y homenajes que a Dios son debidos. Pero hay además en la sagrada Liturgia otro sacrificio, el sacrificio de la alabanza, "sacrifícium laudis", la plegaria pública de la Iglesia que llamamos Oficio divino, cuyas diferentes Horas canónicas, distribuidas en el curso del día litúrgico, giran en derredor de la santa Misa, sirviéndole de espléndida aureola. La Iglesia, Esposa de Jesucristo, es depositaria de entrambos sacrificios, y los miembros que la componen realizan diariamente en ella y con ella la obra de la plegaria pública, en unión con el divino Esposo, nuestro adorable Salvador, que está en el cielo "siempre vivo para interceder por nosotros", como afirma San Pablo". Estos dos sacratísimos deberes de celebrar la santa Misa y rezar el Oficio divino incumben a todo Sacerdote. ¿Cómo habrá de cumplirlos?

Muy diversas podrían ser las respuestas que se dieran a esta pregunta, según que se la mire desde los puntos de vista de la Ascética, la Moral, la Liturgia y la Urbanidad Sacerdotal; pero, ateniéndonos a este último concepto, puede decirse que se han de cumplir estos sacratísimos deberes con alegría en el ánimo, precisión en el fondo y dignidad en la forma.

Con ánimo alegre ha de acercarse al Altar o tomar en sus manos el Breviario todo Sacerdote, ya que, si bien lo considera, el cielo y la tierra también se llenan de júbilo al verle inmolar la Víctima incruenta o al oir su canto del Oficio divino. ¿Cómo no ha de mostrar satisfacción quien piense los sublimes Misterios que va a realizar, o se dé cuenta de que va a ser -en expresión de San Bernardino de Sena- "la boca de toda la lglesia"? Además debe tener presente, no sólo la sublimidad de sus acciones, sino la belleza que en ellas se encierra, aun literariamente considerada. Solía decir San Francisco de Sales que "después de las Sagradas Escrituras, no hay libro más hermoso que el Breviario". Dar muestras de tedio o disgusto por tener que manejar libros tan dignos de respeto y veneración como el Misal y el Breviario, es prueba patente de falta de espíritu eclesiástico y sobra de grosería e incultura, ya que habría de admirarlos, si hubiese desentrañado las hermosuras que encierran. Acontece con tales libros, según gráfica comparación del actual señor Obispo de Málaga, lo que con las almendras, que, si se les intenta masticar con cáscara, resultan duras e insípidas; pero, quitada ésta, se las encuentra suaves y sabrosas. El estudio y meditación de estos libros es lo que puede facilitarnos el gustar de sus dulzuras y bellezas sobrehumanas.

Esta buena disposición de ánimo habrá de mover a los Sacerdotes al cumplimiento exacto y consciente de tales obligaciones. El insigne Cardenal Mercier, Arzobispo de Malinas, en la carta que dirigió a su Clero, desde el lecho del dolor, cuatro días antes de su muerte, escribía: "La Misa se presenta a mi vista con un carácter de realidad excepcionalmente sorprendente; porque el Sacrificio del Calvario que ella recuerda, lo veo bajo un aspecto tangible y a él me asocio más activa y más directamente que de costumbre... Yo os invito, en estas horas que quizá sean las últimas de mi vida, a celebrar siempre la santa Liturgia de la Misa como si estuvieseis en el Calvario, y poniendo en ella todo el fervor de la fe y de la devoción de que sois capaces. La celebración de la Misa es el acto por excelencia de cada día, y debe ser el acto central de todas vuestras ocupaciones".

Como dichas para sí, debería tener todo Sacerdote estas palabras del sabio Prelado y hacer de su Misa y de su Oficio el eje de su piedad y prácticas de celo. Pero para esto no ha de ir rebuscando por los rincones de la Moral las razones que pueda alegar para eximirse de tan sagradas obligaciones o relegarlas al último lugar en el capítulo de los deberes; sino que ha de preocuparse de su exacto cumplimiento y del estudio histórico, científico y ascético de tales funciones de su ministerio sacerdotal.

Y esto mismo le llevará necesariamente a practicarlas en la forma más digna que darse pueda, según lo permitan las circunstancias. Parece inconcebible que pueda haber un Sacerdote que no se preocupe de conocer y practicar las rúbricas litúrgicas; sería algo así como un maestresala palaciego, que no se cuidase de estudiar y cumplir las reglas de la etiqueta cortesana. Aunque lo que a Dios más agrade sean las disposiciones interiores del corazón de sus Ministros, no por eso pueden descuidar éstos las disposiciones externas y ceremonias, con las que, además de honrar a Dios, se edifica a los fieles. Dice el Abad Cabrol, O. S. B.: "La actitud del cuerpo durante la oración no debe sernos indiferente: la mirada, los movimientos del rostro y demás gestos traducen un sentimiento del alma, una concepción del humano espíritu. El culto exterior es figura y símbolo de la adoración interior". Es necesario, por lo tanto, que quien está consagrado para practicar en nombre de los fieles este culto, les pueda servir de modelo por la compostura de sus actitudes y precisión de sus movimientos litúrgicos, manifestando en ellos los afectos de fe y piedad que le mueven.

En el rezo del Oficio Divino, hecho en privado, ha de mostrarse también esta delicadeza para con Dios, eligiendo para cumplir tan santa obligación el tiempo y lugar más oportunos. Bueno será recordar que Su Santidad Pío XI concedió indulgencia plenaria cada día a los que reciten el Oficio completo ante el Santísimo Sacramento. Tal vez no sea posible para todos lucrar ordinariamente esta singular gracia, pero sí deben cuidarse de hacer sus rezos en sitio decente y recogido, sin reservar para tan sagrado deber las horas más inoportunas o rezarlo, como suele decirse, a ratos perdidos, o sin causa justificante dejarlo para última hora y comenzar "El Jam lucis orto sidere..." a las tantas de la noche. ¡Eso no es tratar a Dios, no ya piadosa, sino ni siquiera cortesmente!

4. Vida sobrenatural.

Y por último, aunque en las reglas de cortesía mundana no se trate más que de las fórmulas sociales de la vida de relaciones, hablando de Urbanidad Eclesiástica, al tocar los deberes íntimos para con Dios, no se puede prescindir de aludir, al menos, a esa otra vida sobrenatural, mediante la que Dios mismo se ha dignado venir a morar en nosotros y ser alma y vida de nuestra propia alma.

Si en la etiqueta diplomática no puede concebirse la idea del Embajador de un Rey, que no esté en buenas relaciones con su Soberano, menos podrá imaginarse quien tenga fe que la más rudimentaria cortesía eclesiástica permita a un Ministro de Dios estar enemistado con Él y muerto a su gracia. Antes al contrario, los ungidos del Señor deben entregarse de lleno a la vida sobrenatural y ésta será la savia celeste que vivifique todas sus acciones. Aquella alma tan docta y tan espiritual, que entregó sus escritos sobre "La Vida Inferior" al P. Tisot, para que los publicara, ocultando su nombre, escribía: "El Sacerdote debe hacer penetrar la Liturgia en sus relaciones divinas y el Derecho Canónico en sus relaciones humanas, de tal suerte que llegue a adquirir su espíritu: sólo el espíritu vive, la letra es muerta. La Liturgia y el Derecho Canónico no son forma puramente exteriores y muertas; circula bajo su corteza una savia poderosa. Y si importa poseer la corteza, importa más todavía tener la savia".

Si el espíritu no está vivificado por la gracia, todas las fórmulas piadosas que se empleen en el trato íntimo con Dios vendrán a ser ficticios cumplimientos, con los que se pretende engañar al que conoce los más profundos secretos del corazón.

¡Qué triste sería que un Sacerdote, como ocurre por desgracia a tantos y tantos fieles, no se diese cuenta de que poseía esta vida sobrenatural! El Padre de Taegher, S. J., escribía: "La gran mayoría de los fieles no saben nada de lo que yo llamaría la esencia de la vida cristiana. De la vida verdaderamente cristiana no conocen más que lo exterior, las realidades tangibles y materiales; pero el alma de ella, su íntima misteriosa grandeza, permanece oculta a sus ojos; la adopción divina, que nos confiere la gracia santificante, recibida en el bautismo, la participación misteriosa en la naturaleza divina, la incorporación a Cristo, el místico sacerdocio de todos los cristianos, sobre todo la presencia real de Dios en el alma, son otros tantos títulos de nobleza, de los que podrían alardear y de los cuales no tienen ni aun conciencia de poseerlo. Llevan a Dios en sí mismos y ni aun se le ocurre pensar en ello". ¿Será concebible que pueda darse tamaña desconsideración para con Dios en un Ministro suyo?

Y no se diga que a estas interioridades espirituales no debe llegar la Urbanidad, pues esa misma vida íntima de la gracia no puede menos de rezumar y desbordarse al exterior, como larga y claramente lo demuestra el Abad Cisterciense Chautard en "El alma de todo apostolado": cita entre otros el caso de un profesor, el cual, si no es hombre de vida inferior, creerá "haber cumplido su deber con sólo atenerse exclusivamente a llenar todo su programa de examen; si es hombre espiritual, una frase escapada de sus labios y de su corazón, una nonada -no mirando más que a la superficie-, una emoción manifestada en su rostro, un gesto expresivo, solamente su manera de hacer la señal de la cruz, de decir una oración antes o después de clase, aunque ésta sea de matemáticas, podrán ejercer a veces sobre sus discípulos más influencia que un sermón... ¡Oh irradiación exterior de un alma unida a Dios, cuan poderosa eres!"

El Sacerdote, por tanto, debe llenarse de esta vida divina para irradiarla por doquiera en sus ministerios. "El alma perfecta -decía el insigne P. Arintero, O. P.- abrasada como está ya en el fuego del divino amor, no puede contenerlo oculto en su pecho y estarse quieta y ociosa; y así no podrá contentarse con sólo arder, sino que, aun sin pensarlo ni darse cuenta, estará a la vez luciendo y alumbrando a muchos. Y según vaya creciendo el ardor de la caridad, irá produciendo grandes llamas de amor, que no sólo alumbren las inteligencias, sino que enciendan y abrasen los corazones. Sus lámparas son ya de fuego divino: dan llamas de Jahvé, según dice el texto hebreo" (Canf. 8, 6).

Si cumplimos la consigna de ser santos y corteses, en nuestro trato íntimo con Dios, no le rechazaremos ese don sobrenatural con que nos brinda, y llenos de su gracia y de su amor nuestras obras no podrán menos de traslucir los ardores de ese fuego divino que nos abrasa. "Numquid potest homo abscondere ignem in sinu suo, ut vestimenta illius non ardeant?" (Prov. 6-27).