Protocolo y civilidad en la Edad Moderna.
El cortejo, cualquier cortejo, en tanto que expresión de ceremonial y comunicación, constituye un universo pleno de significantes y significados que ha interesado, cuando menos, a historiadores, sociólogos, semiólogos y antropólogos.
Cuarto Encuentro de Responsables de Protocolo y Relaciones Institucionales de Universidad.
En 1766, el cabildo catedralicio de Santander rompía el histórico protocolo que reservaba a la corporación municipal de la ciudad los dos primeros bancos de su propiedad cuando asistía institucionalmente a las funciones religiosas en la catedral. Se ponía así en marcha un conflicto que se agravará al excluir el cabildo a los regidores santanderinos de la vía sacra que, desde el coro, llevaba al altar mayor, lo que dio motivo a que el regimiento de la ciudad se sintiera preterido, estimando que se le dejaba fuera de un lugar de honor y mezclado con el pueblo. Hubo que esperar hasta 1769 para que concluyese el enfrentamiento entre ambas instituciones, al firmarse una Concordia en la que se dejaban zanjadas las diferencias; éstas fueron de tal magnitud que la Concordia tuvo que ser establecida al más alto nivel, entiéndase entre el Obispo de la diócesis santanderina y el Intendente General de la Provincia de Burgos.
Dicho conflicto y otros posteriores por cuestiones de protocolo y precedencias, de los que da cuenta José Simón Cabarga en su Santander, Biografía de una ciudad, correspondían históricamente a una sociedad -la europea- de los honores, rígidamente ordenada por rangos, en la que la posición ocupada en el espacio indicaba, en términos de hermenéutica simbólica, la que se ocupaba en la jerarquía social e institucional.
No tendría sentido alguno afirmar que actualmente vivimos en una sociedad de los honores y rígidamente ordenada por rangos, como correspondía a la del Antiguo Régimen. Pero sí, en cambio, somos testigos, y el ámbito universitario es un buen escenario de comprobación cuando se celebra algún acto singular en los paraninfos, de que el propio cortejo académico responde a una lógica de jerarquización que, ejemplo de permanencia, entronca con ese pasado. El cortejo, cualquier cortejo, en tanto que expresión de ceremonial y comunicación, constituye un universo pleno de significantes y significados que ha interesado, cuando menos, a historiadores, sociólogos, semiólogos y antropólogos. Desde una perspectiva histórica cuánto y qué bien ha escrito sobre conceptos como los de comunicación, ceremonial, protocolo, etiqueta y otros conexos María Teresa Otero Alvarado.
Me sirvo de estos párrafos a modo de introducción con un doble motivo: primero, enmarcar mi intervención en este encuentro dedicado con carácter monográfico al protocolo universitario; y, segundo, referirme a otra dimensión del protocolo, que tiene que ver más con la etiqueta en su acepción de reguladora de relaciones interpersonales en el ámbito privado. Una etiqueta que situaré, por lo que a formalización y difusión se refiere, en los entornos palaciegos o cortesanos europeos de los siglos modernos. Diré también que entiendo la etiqueta en un sentido amplio, al abarcar no solamente los ademanes puestos en juego en la comunicación entre personas individuales o colectivas, sino también, por ejemplo, el cuidado del cuerpo o los usos en la mesa. Lo cual nos sitúa en el territorio comúnmente conocido como urbanidad y cortesía. Por otro lado, no será quien les habla el que ose establecer las fronteras entre urbanidad, cortesía, etiqueta, protocolo y ceremonial.
Dicho esto, lo sustancial de mi intervención se articula en dos partes: una, en la que me moveré en el terreno de lo general, y otra, ya más a ras de tierra, en la que traeré a escena el caso del Santander del siglo XVIII.
Una de las tesis más difundidas del historiador francés de la cultura Robert Muchembled es la de que en torno al último cuarto del siglo XVII se produjo en Francia, coincidiendo con el Clasicismo, un desencuentro definitivo entre la cultura de las élites y la cultura popular o culturas subalternas.
Por ejemplo, en el Versalles de Luis XIV, es decir, en el ámbito cortesano, se configura, con sus raíces en los manuales de civilidad de comienzos del siglo XVI de Erasmo de Rotterdam o de Baltasar de Castiglione, una cultura cuyos rasgos más característicos han sido analizados por tan cualificado representante de la Sociología histórica como Norbert Elias. Una cultura fundante de lo que este autor ha denominado el "proceso civilizador".
Suponía tal proceso, indisociable de la emergencia de la sociedad cortesana y perceptible también en otras monarquías además de la francesa, romper radicalmente con el característico naturalismo modulador de la cultura popular, afirmándose, como proponía el filósofo inglés David Hume, que la primera obligación de los seres civilizados era ser tan artificiales como fuera posible. Lo que significaba, en palabras del propio Elias, "domar los instintos" mediante el autocontrol no sólo de éstos, sino también, incluso, de los sentimientos.
La doma de los instintos o de lo natural -digamos reprimir en público impulsos naturales tenidos por groseros, así como también llantos y risas desmedidos, etcétera- exigía que se difundiesen necesariamente unos modelos de conducta derivados de la ética y de los valores cívicos humanistas. Dicha difusión se producirá inicialmente entre las élites a través del ceremonial y de la etiqueta desplegados en los círculos cortesanos.
La gramática fundamental de la sociedad cortesana la habían escrito ya, como hemos dicho, Baltasar de Castiglione y Erasmo de Rotterdam a comienzos del siglo XVI en El Cortesano y en La civilidad pueril y honesta, respectivamente. A una y otra obra se agregarían en el siglo XVII numerosos tratados de urbanidad y de educación de la nobleza para la virtud, las ciencias y los ejercicios propios de su condición. De todos estos tratados surgirán tanto el discreto de la época clásica como el gentleman del siglo XIX. Dicha gramática, clave en la teatralidad característica de la sociedad cortesana, consta de tres elementos sustanciales: uno, el adiestramiento del cuerpo a través de la equitación, la danza, el caminar o la caligrafía, expresión todo esto de un cuerpo dominado, del triunfo de lo artificial frente a lo natural, de lo racional frente a lo innato; dos, la regulación de la sociabilidad mediante la codificación de los gestos, lo que permitía, al igual que las leyes de la naturaleza, establecer unos principios generales válidos para todos, fijándose así las reglas de la cortesía; y tres, la construcción de la imagen personal a través del vestido, los ademanes, los modales en la mesa o el cuidado del cuerpo, manifestación todo ello de refinamiento y buen gusto. Se configuraba así lo que Roger Chartier ha denominado la "cultura de las apariencias", una de cuyas más acabadas concreciones sería la "fabricación de Luis XIV" de que ha hablado Peter Burke; un dibujo inserto en una de las obras de William Thackeray muestra palmariamente cómo la majestad que dimana del Luis XIV rey deriva de unos zapatos de tacón alto, de una peluca y de un manto; sin tales aditamentos se muestra en toda su realidad la vejez e insignificancia del hombre.
En el avance de la civilidad, de la cortesía, de la imagen personal y de la apariencia se van a ver influidas, incluso, las propias prácticas higiénicas, que penetran lentamente entre las élites cortesanas, teóricamente éstas las más receptivas a lo que pudiera beneficiar la salud y mejorar la apariencia. Me detendré un tanto en esto para subrayar la confluencia de planos diversos en algo hoy tan dado por supuesto como es el aseo corporal.
La limpieza es un reflejo del proceso de civilización que va modelando gradualmente las sensaciones corporales, agudizando su afinamiento, ganando en sutileza. En cualquier caso, como afirma Georges Vigarello, no son los higienistas, por ejemplo, quienes dictan los criterios de limpieza en el siglo XVII, sino los autores de libros que tratan de decoro; los peritos en comportamientos y no los sabios. La historia de la limpieza es la del perfeccionamiento de la conducta y la de un aumento del espacio privado o del autodominio: esmero en el cuidado de sí mismo, trabajo cada vez más preciso entre lo personal y lo social, lo íntimo y lo público. Más globalmente, la historia de la limpieza es la del peso que poco a poco va adquiriendo la cultura sobre el universo de las sensaciones más inmediatamente naturales.
La limpieza se alia necesariamente con las imágenes del cuerpo; con aquellas imágenes más o menos oscuras de las envolturas corporales; con aquéllas también más o menos opacas del medio físico. Por ejemplo, el agua se percibe en los siglos XVI y XVII como algo capaz de infiltrarse en el cuerpo, por lo que el baño, en el mismo momento, adquiere un estatuto específico. Se creía que el agua caliente, en particular, debilitaba los órganos, dejando abiertos los poros a los aires malsanos, lo cual, en tiempos de peste recurrente, era incitar al contagio. Así, pues, hay toda una leyenda fantasmagórica del cuerpo, con su historia y sus determinantes, que alimenta también la sensibilidad. La historia de la limpieza en los siglos pasados desvela la existencia de representaciones totalmente alejadas de las nuestras: el agua podía penetrar en la piel y ser nocivo. Las piernas del delfín de Francia, futuro rey Luis XIII, se lavaron por primera vez en 1601, al tiempo de nacer, y no volvieron a lavarse hasta cumplir los seis años de edad; y en cuanto a la primera inmersión en agua, brevísima tras la que siguió a la del nacimiento, tendrá lugar a la edad de siete años.
Mas no quisiera desprenderme de este contexto sin hacer una mención más a la complejidad de las interacciones de los múltiples componentes de la realidad social, hasta el punto de que hasta la propia enfermedad podía influir en una de las manifestaciones de la cultura material como es la moda. Los siglos XVI y XVII cautivaron, hasta el enamoramiento, a la peste. Por eso durante los períodos de epidemia las élites abandonaban los tejidos livianos y se cubrían con vestidos extremadamente lisos y de tramas compactas, ceñidos firmemente al cuerpo. De este modo el aire pestilente, se pensaba, se deslizaría sobre ellos sin encontrar donde agarrarse ni hueco por donde llegar a la piel.
En este marco conceptual de la enfermedad que penetra por los poros, de un cuerpo temeroso del agua y defendido por vestidos ceñidos ¿cómo eludir los malos olores corporales; cómo evitar la fetidez de ese, en palabras tan barrocas escritas por Tomás Ramón Alcagniciense en 1635, "serón de estiércol, manantial de asco, charco de hediondez, matadero que por mil partes y albañares despide vascosidades, cuero de ponzoña, barco de materia, seno de podre, costal de gusanos" que dicho autor consideraba era el cuerpo humano?
La alternativa era el "aseo seco" mediante friegas con trapos y perfumes. Los libros de la época que tratan de salubridad hablan de ciertos olores del cuerpo al tiempo que afirman la necesidad de hacerlos desaparecer con objeto de mostrarse ante el otro sin causar desagrado. Secar vivamente mientras se aplica el perfume y no lavar realmente.
Y es en este punto donde las normas de cortesía son igualmente significativas. Son las que desde el siglo XVI dictan las reglas del decoro y el buen gusto de la Corte. Constituyen el inventario del comportamiento "noble" en sus aspectos más cotidianos: situaciones concretas, banales, privadas o públicas, pero consideradas siempre desde el punto de vista de la compostura. Los textos evocan de manera sistemática, en tal caso, lo que se entiende en la época por "limpieza del cuerpo". El hecho de que se rehuya el baño no significa que no se llame la atención sobre las partes visibles del cuerpo, es decir las manos y el rostro: "Lavarse el rostro por la mañana con agua fría es tan limpio como saludable" afirma Erasmo en su tratado La civilidad pueril y honesta. En otro tratado del mismo signo se lee: "Hay un punto de limpieza y de salud que consiste en lavarse las manos y el rostro en cuanto se levanta uno de la cama". En cualquier caso, éstas y otras disposiciones de los siglos XVI y XVII hacen referencia no a la higiene por la higiene, sino a las reglas de la cortesía.
Y si esto ocurría entre los sectores de la Corte, ¿qué no sucedería en el resto de la sociedad, y más concretamente entre los grupos campesinos y los populares urbanos? Sin medios económicos para mudarse de ropa con frecuencia ni, mucho menos, para adquirir perfumes; habitando viviendas insalubres, con mucha frecuencia compartiéndolas con el ganado para aprovechar el calor animal en el invierno, la pregunta se responde por sí misma. Entre los campesinos, la suciedad pegada a la piel parecía natural e incluso saludable. La orina y las heces humanas no sólo contribuían a abonar la tierra, sino que también, secas sobre el cuerpo, parecían formar una costra nutricia, especialmente en los niños. Por lo tanto, la gente del campo creía que no había que lavarse demasiado a menudo porque dicha costra formaba parte del cuerpo y desempeñaba un papel protector, especialmente en los recién nacidos. Quizás esta creencia es la que haya permanecido vigente, si bien con carácter residual, hasta no hace mucho en nuestra sociedad entre individuos de determinadas etnias.
Mas pasemos del aseo del cuerpo a donde éste se nutre, es decir, a la mesa. En 1678 el Ayuntamiento de París obsequia a Luis XIV con una comida. En un grabado alusivo a tal acontecimiento se ve a algunos de los comensales, que, por supuesto, eran de notable condición social, sirviéndose de los dedos para llevarse las viandas a la boca.
Semejante comportamiento evidencia que todavía en esas fechas no se había generalizado el uso de un objeto como el tenedor. Es Norbert Elias de nuevo quien ha mostrado cómo la incorporación de este cubierto a los hábitos de mesa está asociada a la cortesía, constituyendo una etapa más en el proceso civilizador. Cada vez se proscribe más hacer uso de los dedos y que los comensales se lleven directamente los alimentos desde el plato comunitario hasta la boca. Será a finales del siglo XVII cuando la cuchara y el tenedor se incorporen definitivamente, desde la Corte, a los usos de las élites sociales; junto a ambos objetos se incorporan también el plato, el vaso y el cuchillo para cada comensal. Incorporaciones que si tienen que ver con el avance de la preocupación por la higiene, más aún lo tienen con el progreso del individualismo. Desde la Edad Media todos se servían del plato común con la mano, sorbían la sopa dos o tres juntos en la misma escudilla, comían la carne en la misma fuente, mojaban los labios en una misma copa que circulaba por toda la mesa, compartían cuchillos y cucharas y metían el pan o los trozos de carne en salseras y saleros comunes. En cambio, a partir de finales del siglo XVII, cada comensal tiene un territorio propio de objetos para su único servicio sobre el que ejerce plena soberanía.
Todo el codificado y jerarquizado ceremonial cortesano, ligado a la cultura clásica y a la civilidad, se impuso de forma descendente a partir del rey, para quien la etiqueta, como afirma Norbert Elias, es instrumento no sólo de distanciamiento, sino también de dominio. El duque de Saint-Simon, buen cronista del ambiente cortesano en el Versalles de Luis XIV, escribe lo siguiente al respecto:
"El rey utilizaba los numerosos paseos,fiestas y excursiones como medio de recompensar y castigar, por cuanto invitaba o no a ellos. Puesto que no se le ocultaba que no tenía suficientes gracias que dispensar para impresionar constantemente, sustituía las recompensas reales por otras imaginarias, excitando la envidia, mediante pequeños favoritismos cotidianos, mediante su favor. En este aspecto nadie era más imaginativo que él".
Mas la etiqueta no sólo se circunscribirá al ámbito de la Corte, ya que progresivamente irá alcanzando a sectores sociales relativamente próximos a los cortesanos, a los que buscan imitar. Si los palacios reales representaron en un primer momento el paradigma de escenificación de las buenas maneras, ya en el siglo de la Ilustración ese centro de construcción de civilidad había sido emulado por los aristócratas cortesanos alejados de la Corte; sus hoteles -chalets diríamos aquí- se fueron convirtiendo a su vez en pequeñas "cortes" en las que se reproducían los hábitos palaciegos.Y más tarde el proceso fue extendiéndose, paralelamente al enriquecimiento de la burguesía y a su imparable ascenso social, a las viviendas de los agentes del capital, de las profesiones liberales y de la Administración.
El avance del individualismo, de la privacidad y de la urbanidad entre las élites sociales nobiliarias y burguesas se plasmaría en sustanciales, aunque pausadas, transformaciones de múltiples aspectos de la vida cotidiana. Y es llegado a este punto cuando tomo otra deriva, no ya tan conceptual y generalista como hasta ahora, para concretar en un grupo social, un espacio y un tiempo acotados algunas de esas transformaciones: me refiero a la burguesía mercantil del Santander del siglo XVIII, a cuyo estudio he dedicado una parte de mi investigación.
Santander fue durante el setecientos un caso paradigmático de urbe española enriquecida celéricamente como consecuencia de los decretos de libre comercio con América de 1765 y 1778. Ya desde 1750 aproximadamente, al haber sido elegido el puerto santanderino para embarcar hacia los mercados europeos las lanas castellanas contratadas por el Consulado de Burgos, la entonces villa había comenzado a despegar, siendo un poderoso foco de atracción de gentes foráneas ante las favorables expectativas de negocio que se adivinaban. De la importancia que Santander va a adquirir en muy poco tiempo dan buena cuenta dos acontecimientos: su conversión, en 1754, en sede de la recién creada diócesis santanderina; y la obtención un año después, en 1755, del rango de ciudad. Santander se convertía así en la primera de las localidades de Cantabria y en el más preciado de los escenarios de representación y autoafirmación social de nobles, clérigos y burgueses de la región.
Si la década de 1750 representa para Santander una frontera en su historia económica e institucional, también la representa en la social, y me refiero ahora más concretamente a la historia de sus hombres de negocios. El comerciante de la primera mitad del siglo XVIII que da carácter a la villa lo es de muy modestas magnitudes espaciales y económicas de actuación; un comerciante de tienda abierta que vive socialmente en el anonimato, eclipsado por los linajes notables santanderinos, entre los que no faltan, aunque en escaso número, nobles titulados.
Sus condiciones materiales de existencia nos son conocidas en parte por sus viviendas, que responden al modelo que bien pudiera denominarse "casa-tienda", un tipo de casa, unifamiliar siempre, en la que se asocian dos espacios diferenciados funcionalmente y por lo general comunicados entre sí: el de habitación y el de negocio. Predomina en dicho modelo la articulación en tres plantas: una baja, destinada a tienda -a veces con bodega o almacén anexo-, y otras dos superiores, ocupadas por habitaciones y desván. Es ésta una característica que posee también la casa artesanal, en donde no existe disociación entre espacio productivo y residencial; incluso en ciertas profesiones liberales, como es el caso de los boticarios, se aprecia este mismo modelo residencial-laboral.
Hablar de "casa-tienda" significa hacerlo también de un tipo de vivienda caracterizado por una gran simplicidad en cuanto a la distribución del espacio interior específicamente de habitación. Apenas lo elemental y nada para lo superfluo: una cocina, una sala -la mayoría de las veces convertida en dormitorio y cuarto de trabajo contable- y dos o tres dormitorios, siendo excepcionales los casos de viviendas con más de seis habitáculos. La "casa-tienda", como las casas de algunos representativos miembros de la sociedad santanderina de mediados del siglo XVIII, nada tenían que ver con las que habitaban las familias nobiliarias locales. La casa-palacio del conde de Villatorre, disponía tan sólo en la primera planta de quince dependencias.
Pero no sólo la "casa-tienda" era modesta y elemental constructivamente, sino también funcionalmente, en la medida en que, por ejemplo, en las salas, de manera abigarrada, se trabajaba, se comía y se dormía, como pone de manifiesto el mobiliario que solían contener: catres, jergones, mesas, alacenas con vajillas y escritorios. En las alcobas y cuartos-dormitorio solían agolparse tres o cuatro camas que hablan bien poco en favor de ese valor tan moderno como la privacidad. Frente a tal valor primaba la promiscuidad sexual, generacional y social al compartir intimidades hombres y mujeres, niños y adultos, señores y servidores. A la escasa fragmentación del espacio interior de la "casa-tienda", con su endeble incidencia en la promoción de la intimidad, habría que añadir otro dato: la frecuente separación de los dormitorios por meras cortinas.
En consecuencia, difícilmente podía ponerse en ejecución en este entorno económico y social un mínimo protocolo que permitiese hablar de modernidad.
Otra cosa bien distinta es lo que ocurre en las viviendas de esa otra generación burguesa que se va constituyendo desde mediados del siglo XVIII: la de los comerciantes que insertan a Santander en los grandes circuitos del capitalismo internacional. El puerto santanderino es diario testigo del ir y venir de lanas castellanas hacia Europa, de harinas también castellanas hacia América y de productos industriales europeos y coloniales hacia el mercado interior peninsular.
Canalizar estos grandes flujos mercantiles exigió una profunda remodelación del puerto y, con él, de la propia estructura urbana. Fue así como surgió, se expandió y consolidó la denominada ya en su día Nueva Población que comenzara a diseñar en 1765 el ingeniero Llovet. En este ámbito urbano nuevo, surgido hacia el este de la ciudad tras derribarse la muralla medieval y que la burguesía crea para su exclusivo uso, la "casa-tienda" ya no tenía sentido, ni formal ni funcionalmente.
Y no lo tenía porque las necesidades de negocio que había que atender ahora nada tenían que ver ya con el pequeño comercio minorista. En el entorno del puerto, en los terrenos ganados al mar y que marcarían el punto de arranque de la Nueva Población, emergen unos edificios que respondían a una única tipología desde el punto de vista de su articulación y funcionalidad: cuatro plantas y desván, destinándose la baja a almacenes, la primera a lonja, la segunda a vivienda para alquilar y la tercera y el desván a vivienda y espacio de uso del propietario del edificio.
Todos los edificios que van surgiendo en la Nueva Población representan una ruptura radical con el modelo de "casa-tienda", fundamentalmente por dos motivos: el primero, porque ésta responde a la tipología de la vivienda unifamiliar, en tanto que esos otros edificios habrán de albergar cada uno a varias familias; el segundo, porque la "casa-tienda" poseía para el propietario que la disfrutaba tan sólo el valor de uso -habitación y negocio-, en tanto que los propietarios de las casas de la Nueva Población añadían a él el de cambio-renta inmobiliaria-.
En cuanto a la morfología externa, y a pesar de que no se disponga de ningún testimonio gráfico de la "casa-tienda", las diferencias entre uno y otro modelo de vivienda tendrían que ser necesariamente muy acusadas, tanto como las realidades económicas a las que referían uno y otro. Las casas de la Nueva Población o Muelle causan la admiración del ilustrado Jovellanos en su viaje de 1791 a Santander; admiración tanto más valorable por cuanto que Jovellanos era un impenitente viajero conocedor de realidades urbanísticas muy diferentes. El mismo efecto causa en Pascual Madoz a mediados del siglo XIX, cuando escribe "Los edificios que hay hacen del muelle de Santander uno de los más hermosos de España". Madoz y Jovellanos, con sus comentarios, contraponían más o menos explícitamente dos ciudades o mundos urbanos bien diferenciados en Santander: el nuevo y el histórico.
A las diferencias existentes entre los dos modelos de vivienda a las que venimos haciendo referencia habría que agregar las dimensiones de sus plantas. La "casa tienda" en la que habitó y atendió sus negocios don José de Santelices, ocupada en 1753 por su viuda doña Josefa Antonia de Ulibarri, era en esa fecha, con sus 174 metros cuadrados de planta, la mayor de entre las que tenemos noticia ocupaban los representantes de la burguesía mercantil de la primera mitad del setecientos; la planta de las casas del Muelle alcanzaba los 275/300 metros cuadrados aproximadamente.
Si hubiera que adjetivar el lenguaje arquitectónico empleado en las casas del Muelle, habría que hablar de sobriedad, de esencialidad, derivadas de un neoclasicismo llevado a su grado máximo al desproveerse de cualquier tipo de ornamentación exterior. Se trataba de viviendas modernas, como tantas otras europeas de la época concebidas, en palabras de Fernand Braudel, "para una vida menos grandiosa, pero más agradable".
Realmente no cabe duda de que tales casas, residencia de grandes comerciantes y armadores, representaban la introducción en Santander de un lenguaje arquitectónico hasta entonces desconocido. El sector de la burguesía que paulatinamente va instalándose en el Muelle, se identifica con ese lenguaje en la medida en que, a través de él, proclama pública y orgullosamente la posesión de una personalidad propia y a la vez cosmopolita por cuanto que, mediante el neoclasicismo -el arquitecto Francisco Sabatini elaboró e informó varios proyectos para la Nueva Población de Santander-, se vinculaba estéticamente a otras burguesías europeas, además de a la española. Hay que tener en cuenta que entre ese sector burgués no faltaban quienes, a través de sus viajes, conocían el "gusto burgués" que en esa época imponía Francia, cuando habían llegado ya a la burguesía gala los modales impuestos por la etiqueta inicialmente surgida en la Corte.
Y si de la morfología externa pasamos a la distribución del espacio interior de las viviendas de la nueva burguesía mercantil santanderina, la información disponible apunta hacia la búsqueda de algo de lo que carecían las "casas-tienda": confort y privacidad, perceptibles en la incorporación de nuevas dependencias, en su distribución, en la organización de los sistemas de calefacción y de aguas residuales, etcétera. Recibidores, comedores, cuartos de estar, gabinetes, escritorios, retretes, dormitorios, piezas todas ellas bien diferenciadas en donde las puertas de madera, en beneficio de la intimidad, habían sustituido a las cortinas separadoras de los cuartos. Y dentro de esas piezas un mobiliario bien diverso que habla de buen gusto, lujo y ostentación.
La aparición del comedor llevaba implícitos cambios y rupturas de hábitos domésticos, como el abandono de la tradicional sala de la "casa-tienda" que, por estar permanentemente ocupada y realizarse en ella las más diversas funciones, resultaba molesta y sus condiciones higiénicas no debían de ser las más favorables. Al mismo tiempo, la aparición del comedor implicó la creación de un espacio que Jean Luois Flandrin denomina "lugar de culto familiar", en donde se reúne toda la familia con carácter ritual alrededor de una mesa. Pero al mismo tiempo también lugar de encuentro con invitados ante los que poner en práctica ese sistema de comunicación que es el protocolo, en este caso interpersonal.
En esos comedores, generalmente dotados de "chimeneas francesas", las mesas, algunas de caoba y de otras maderas nobles, se cubrían con buenos manteles y servilletas y se complementaban con vajillas de loza fina, cristalerías, juegos de café y de té y jícaras para chocolate, piezas algunas de ellas procedentes de Francia, de Sajonia, de la India o de China. Y junto a esto las cuberterías, en las que se generalizaron el tenedor y el cuchillo, sobre todo el primero, lo cual significaría un refinamiento y un indicador de modernidad en las formas de llevarse la comida a la boca. Todo esto era algo comúnmente desusado en la "casa-tienda".
Un avance se produce igualmente en el aseo, evidenciado por la existencia en las casas de lavaderos y retretes, en algunos de los cuales no faltan bañeras de metal. E igualmente evidenciado por la generosidad de piezas de ropa blanca, entre las que eran abundantes los paños de manos y las toallas. Ciertos recipientes y tarros de cristal probablemente se destinaran a contener aguas de colonia y perfumes.
Situándonos en un horizonte que trascienda la pura materialidad de este repertorio de objetos y dependencias, no carente de cierto tono prosaico, de lo que unos y otros hablan es de valores asociados a la modernidad y del avance de la civilidad. Tal vez no de forma muy distinta a como lo hacía un aristócrata en el París del siglo XVIII viviera, por ejemplo, don Francisco Antonio del Campo en su finca muy próxima a Santander. Del Campo, uno de los más representativos miembros de la burguesía mercantil santanderina, obtuvo en 1797 el título de conde de Campo-Giro, denominación ésta que dio también a la citada finca y que describe en su testamento de 1807: "La granja nombrada con mi título de Castilla, Campo-Giro [...] cerrada en su mayor parte con paredes de cal y canto [...] en la que se comprenden varios edificios, jardines, estanques de agua dulce y salada, y plantíos de algunos miles de árboles frutales y de otros de paseo y ornato, montes, prados y tierras también labradas". La vivienda, por poseer, poseía hasta capilla privada, privilegio históricamente reservado a la nobleza. El cuadro de una vida sin duda alguna penetrada de refinamiento lo completa la descripción del personal que tiene a su servicio: secretario, capellán, mayordomo, ayuda de cámara, amas de llaves, criados y criadas mayores e inferiores y mozos de caballo.
No puede sorprender, pues, que personaje tan conocedor de gentes notables como el ilustrado Jovellanos frecuente la amistad del conde de Campo-Giro en sus viajes a Santander. Precisamente las sustanciosas anotaciones que Jovellanos realiza en sus Diarios sobre tales viajes y sus actividades en la ciudad constituyen uno de los testimonios más valiosos de la sociabilidad de las élites de la burguesía mercantil santanderina. Sabemos que acude a las casas que en el Muelle poseían el propio Campo-Giro y otros significativos representantes de la élite burguesa; en algunas de esas anotaciones de su viaje de 1797 se lee: "Aviso a D. Ramón Vial [...] me ofrece su casa; me excuso y le ofrezco disfrutar su compañía. [...] Recado de D. Domingo de Aguirre [...] ofreciendo su casa. Visita de Durango, que también la suya [...]. Salida a paseo con Vial, Durango y Cortázar. A casa de Colosía [...] A casa de D. Ramón Vial [...J.Visita del paisano don Ramón Dóriga con muchas sinceras ofertas [...]. A comer a casa deVial [...] tiene, además de nuestros alumnos, una hija grande [...] que toca muy bien el piano [...]; todos comieron allí fina y delicadamente. [...]. Por la noche, a casa de Vial; allí, como todo el día, me acompañó Colosía. Conversación. Vimos a Campogiro. [...]. Comer en casa de Don Francisco Durango muy elegantemente. Paseo [...]. A casa; disposición para el viaje de mañana. A casa de Durango; concierto allí de violines".
De muy parecido tono son los comentarios del viajero francés Jean-Marie Forcade cuando viene a Santander en 1803. Su parentesco con la mujer de un notable comerciante de esta ciudad, también de origen francés, Planté, le abre las puertas de las casas de otros destacados miembros de la burguesía santanderina. Es invitado a comidas y veladas y habla de la "mucha cortesía" con que es recibido, amén de los buenos modales en la mesa -muy nutridas de viandas, por cierto-, de conciertos y de "muchas damas y señoritas [...] adornadas y vestidas a la francesa".
Este compendio de indicadores de modernidad -cortesía, civilidad, refinamiento material y espiritual- de que dan testimonio Jovellanos y Forcade viene a complementar, desde otra perspectiva, la descripción que hicimos de las viviendas ocupadas por la burguesía mercantil santanderina de la segunda mitad del siglo XVIII en la Nueva Población; si antes hablábamos de continentes y de contenidos arquitectónicos y objetuales, ahora lo hacemos de un fragmento de la vida social desarrollada en su interior. Una vida social que se sirve de uno de los nuevos espacios de sociabilidad más característicos del siglo XVIII entre la nobleza y la élite burguesa: la tertulia de salón, que es de lo que hablan, implícitamente Jovellanos, y explícitamente el viajero francés al afirmar"Hay muchas tertulias. Una de ellas es muy interesante".
En las tertulias, ámbitos también de autorepresentación de clase y de puesta en escena del ceremonial exigido por las buenas maneras, además de tener un espacio la cultura, podía ampliarse el círculo de amistades, proyectarse algún nuevo negocio o concertarse un matrimonio ventajoso. O exhibir en ellas el último peinado o vestido, pues sabemos que la burguesía mercantil muy pronto adoptó los cambios de moda, incorporando, cuando el Romanticismo llamaba a la puerta, la chaqueta, el chaleco y el pantalón decimonónicos, arrinconando la chupa, la casaca y el calzón setecentistas. Y no puede olvidarse que el mostrarse bien ataviado ante los demás, es decir, el cuidado externo del cuerpo, también era una de las prescripciones de la urbanidad y la cortesía; de la civilidad, en suma.
Una civilidad de la que, al menos por lo que a la burguesía mercantil santanderina se refiere, se tienen ya evidencias en la segunda mitad del siglo XVIII. Cuando las oportunidades de negocio se multiplicaron, los integrantes de esa burguesía, o al menos los más favorecidos dentro de ella, dispusieron también de mayores oportunidades de identificarse con valores propios de la modernidad y de hacerlos realidad en su vida cotidiana. De la mano caminaron el cambio económico, el cambio social y el cambio de mentalidad.
Concluyo ya entonando un mea culpa por mi incompetencia para haberles hablado de lo que, sin duda alguna, más les hubiera interesado a ustedes: el protocolo en su más genuina significación, es decir, y cito a María Moliner, "Conjunto de reglas para la celebración de las ceremonias diplomáticas o palatinas" y por extensión, añado yo, también académicas. Yo me he atenido a otra de las acepciones del término, la que remite al "conjunto de reglas de cortesía o urbanidad", surgidas en la corte y en la urbe y, a través de un proceso de aculturación, progresivamente difundidas, con mayor o menor celeridad, en el conjunto social.
Y puesto que de cortesía hemos hablado a mí no me queda más que agradecerles cortésmente la suya por la atención prestada.