La cortesía como forma de participación social. V
La cortesía permite al individuo descifrar el código -con frecuencia oculto y no explicitado- de las relaciones humanas
Sociedad y cortesía
La cortesía como forma de participación social
Este planteamiento comenzó a ser discutido en la segunda mitad del siglo XVI, cuando se percibió con claridad que la cortesía podía ponerse al servicio del engaño. No obstante, en pleno siglo XVII, aún había quien, como el caballero de Méré, un importante teórico de la honnêteté, escribía: "Todo lo que sucede en el corazón y en la mente, como ya he dicho, deja en el rostro y en la persona una impronta bien visible, y he visto con frecuencia adivinar el pensamiento de las personas sin poder conocerlo mas que por la apariencia del cuerpo". El propio Locke, aunque es más prudente en la expresión, afirma algo similar: "Los hombres se muestran como son en las cosas más pequeñas, sobre todo cuando no están en guardia, por así decirlo, en escena".
A los argumentos hasta aquí citados hay que añadir la constatación de la necesidad y la utilidad, tanto de la retórica como de la cortesía. La analogía con el lenguaje surge en este punto una vez más. Si la retórica estudia y formaliza -hasta donde tal cosa es posible- las reglas de la lengua, que es una realidad inherente a la vida social, la cortesía hace lo propio con las costumbres, que son otro universal social. En efecto, al igual que toda sociedad escoge una o varias lenguas como vehículo de comunicación, también define, implanta y exige la observancia de determinados usos sociales. Dichos usos son una de las manifestaciones "objetivas" de la sociabilidad humana, y su correlato "subjetivo" es la cortesía. La función de ésta es hacer al individuo consciente de las costumbres y de lo que de él esperan los demás, y en tal sentido, "no consiste ni en determinados actos, ni en los buenos modales, sino en el estado mental que subyace en tales acciones. Requiere, en general, consideración hacia los demás". La cortesía permite al individuo descifrar el código -con frecuencia oculto y no explicitado- de las relaciones humanas, lo que le permitirá integrarse en la vida social sin dificultades. Si no poseyera esa información, sus actos resultarían desagradables o poco atractivos. Lo primero, comprometería la existencia de la sociedad, y lo segundo perjudicaría al propio sujeto que actúa, ya que le impediría ganarse el afecto de los demás. Y es que, como escribe Giovanni della Casa:
"Al igual que las maneras dulces y amables tienen el poder de atraer la benevolencia de aquellos con los que vivimos, así por el contrario las groseras y rústicas incitan a los demás a odiarnos y despreciarnos. Por tal motivo, aunque no haya ninguna pena establecida por las leyes para las costumbres desagradables y rústicas (al igual que para un pecado que les ha parecido leve, y en verdad no es grave), observamos sin embargo que la naturaleza misma nos castiga con una áspera disciplina, privándonos por tal causa del concurso y la benevolencia de los hombres; y sin duda, así como los pecados más graves nos acarrean daño, así éstos más leves incomodidad, o al menos nos incomodan más a menudo. [...]
Por tal motivo, nadie puede dudar de que, para quien se dispone a vivir, no en soledad o en un eremitorio, sino en las ciudades y entre los hombres, es una cosa utilísima saber ser en sus costumbres y en sus maneras atractivo y agradable. [...] Y para que puedas con facilidad aprender a hacer tal cosa, debes saber que te conviene templar y ordenar tus maneras, no según tu arbitrio, sino de acuerdo con el placer de aquellos con quienes las empleas, y en tal sentido encaminarlas".
Queda así justificada una especie de sana adulación, connatural a la vida social y necesaria para que no nos resulte insoportable. Algo que también está implícito en el siguiente texto, escrito varios siglos después, y sólo en apariencia ingenuo o rancio: "La cortesanía es el arte de modelar la persona, las acciones, los afectos y las palabras de modo que nos ganen la estimación de los demás, dentro de los límites de lo honesto y de lo justo".
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En esta definición aparece, sin embargo, un nuevo elemento vinculado al savoir-vivre que viene a sumarse a los dos que hasta ahora han comparecido: la distinción y la amabilidad, se dice, han de ser compatibles con una moral fundada en la justicia y la honestidad. Este planteamiento ha sido y es puesto en tela de juicio aduciendo que las exigencias morales -cuyo carácter es universal- son incompatibles con las exigencias sociales, que más bien parecen evolucionar con el tiempo y diferir según los lugares. Semejante disparidad se puede emplear -de hecho así ha sucedido- como un argumento en contra de la posibilidad y la legitimidad de establecer códigos de sociabilidad. Puesto que no hay unanimidad al respecto, la cortesía es algo convencional e incluso arbitrario.
En esta argumentación hay una parte de verdad: muchas normas de cortesía son convencionales y no tienen un fundamento ético, aunque con frecuencia respetarlas pueda llegar a ser un deber moral. Lo que no parece tan claro es que las buenas maneras no guarden ninguna relación con los valores morales. Al menos ése fue el punto de vista predominante en la tradición de los manuales de cortesía. "El deber que procede del decoro -afirma Cicerón- nos lleva ante todo a vivir en armonía con la naturaleza y a la observación de sus leyes. Si tomamos esta naturaleza por guía, nunca nos alejaremos del recto camino".
Ahora bien, quien persigue el decoro busca algo más que cumplir con los deberes morales, en concreto "la natural perspicacia y agudeza de mente, una conducta conforme a la convivencia civil, y fuerza y vigor de carácter" [De officiis, I, 28, 100]. Más lejos aún va esta máxima de Gracián: "La realidad y el modo. No basta la substancia, requiérese también la circunstancia. Todo lo gasta un mal modo, hasta la justicia y la razón. El bueno todo lo suple: dora el no, endulza la verdad y afeita la misma vejez. Tiene gran parte en las cosas el cómo, y es tahúr de los gustos el modillo. Un vel portarse es la gala del vivir, desempeña singularmente todo término".
No cabe duda de que por esta vía se puede acabar traicionando la moral -tal vez Gracián sea un caso paradigmático- pero no es menos cierto que la experiencia indica que la forma determina en parte los efectos de las acciones humanas, y por tanto tiene una dimensión moral. Dicho de otra manera, no parece muy lógico sostener que las buenas acciones pueden llevarse a cabo ordinariamente con malos modos, sino que más bien el ideal debería ser el contrario: combinar la rectitud y la diligencia con la elegancia. Al menos eso opinaba Pierre Nicole:
"Hay que tratar a los hombres como a hombres, y no como a ángeles. Y así, es obligado que nuestra conducta con ellos se adecue a su estado habitual. Ahora bien, ese estado habitual es que incluso la amistad y la unión que se da entre los hombres piadosos está aún mezclada con múltiples imperfecciones; de suerte que hay que suponer que, además de por los lazos espirituales que los unen entre sí, están también ligados por infinidad de pequeñas cosas puramente humanas de las que no tienen conciencia, y que consisten en la estima y el afecto que se tienen unos a otros, y en los pequeños consuelos que reciben en el comercio que tienen entre sí. Y la firmeza de su unión no depende sólo de esos lazos espirituales, sino también de esas otras cuerdas humanas que la conservan.
Por eso sucede que, cuando esas pequeñas cuerdas terminan rompiéndose por una infinidad de pequeños escándalos, de pequeños descontentos, de pequeñas negligencias, después acaban por distanciarse hasta en las cosas más importantes".
La cortesía, escribe por su parte Torcuato Torío de la Riva, consiste "en horrorizarse de cuanto puede desazonar o perjudicar al prójimo, que es en lo que consiste la verdadera caridad". Hay en esta última frase un punto de exageración, pero pienso que también un fondo de verdad, sobre todo si tiene claro que la dulzura de trato no debe afectar a la firmeza de las convicciones y los principios morales.
Contemplando el mundo que nos rodea, uno tiene la impresión de que éste es un principio que no goza de mucho crédito. Una posible razón es que no se admite su fundamento último -la identificación entre el bien y la belleza- porque, si se acepta dicha tesis, hay que concluir que una acción inelegante difícilmente puede ser recta, lo que obliga a cuidar las formas por motivos estrictamente morales. Pienso, no obstante, que sucumbimos con tanta facilidad ante la tentación de quebrantar las formas porque son una servidumbre mucho más evidente e incómoda que la del bien moral abstracto.
Además, quien cree que hace lo que debe pero con malos modos, tiende a consolarse pensando que ha acertado en lo fundamental. El bien real exige, sin embargo, respetar las formas y -precisamente por eso- conviene reivindicar su valor, en particular en las democracias modernas. Recordemos las palabras de Alexis de Tocqueville al respecto:
"Los hombres que viven en los siglos democráticos no comprenden fácilmente la utilidad de las formas y sienten un desdén instintivo por ellas. [...] Como de ordinario no aspiran más que a goces fáciles y presentes, se lanzan impetuosamente hacia el objeto de cada uno de sus deseos. Las menores demoras les desesperan. Este temperamento, que trasladan a la vida política, les dispone contra las formas, que les retrasan cada día en algunos de sus proyectos.
Ese inconveniente que los hombres de las democracias encuentran en las formas es, sin embargo, lo que hace a estas últimas tan útiles a la libertad, al ser su principal mérito el de servir de barrera entre el fuerte y el débil, el gobernante y el gobernado, de retardar al uno y dar al otro tiempo para conocerse. [...] Así, los pueblos democráticos tienen naturalmente más necesidad de formas que los otros pueblos, y por naturaleza las respetan menos".
Acto seguido, el citado autor se refiere -y pienso que no es una casualidad-, a la propensión de los ciudadanos a atropellar los derechos individuales en nombre de los derechos sociales, un abuso que las formas ayudan a prevenir. Lo cual nos lleva -como de la mano- a una de las críticas que con más frecuencia se hacen a la cortesía: sus normas son tan rígidas que ahogan la personalidad de los individuos. Es más, ya lo hemos subrayado, muchos creen que la cortesía es simplemente un instrumento al servicio del orden social y político. No cabe duda de que esto último es en parte cierto, pero sostener que las normas de trato social tienen tan sólo esa función es mutilarlas.
- La cortesía como forma de participación social
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