La cortesía como forma de participación social. IV

La cortesía ha sido vista durante siglos como la gramática y la retórica de la vida cotidiana, es decir, como la clave para descifrar la sociedad e introducirse en ella

Anuario Filosófico - Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra

 

Sociedad y cortesía. La cortesía como forma de participación social. Gente caminando Loïc Fürhoff - unsplash

Sociedad y cortesía

La cortesía como forma de participación social

Difícil proyecto éste, en un mundo en el que afirmar que la existencia de la verdad -y hasta de lo verosímil- en el orden moral y político es considerado con frecuencia un acto de intolerancia. También lo es porque -en tales cuestiones- el disenso parece valorarse hoy en mucha mayor medida que el consenso. Y, sin embargo, si hay una tarea urgente, ésa es recobrar el gusto por la vida comunitaria, recuperar la alegría de compartir valores y conductas, sin dejar por ello de reconocer las diferencias que nos separan.

Por otra parte, en la construcción de ese nuevo consenso moral y político adecuado para el mundo en que vivimos, cabe partir de cero o actuar con sentido de la tradición, es decir, asumir que nuestros antepasados ya reflexionaron sobre una cuestión tan esencial para la vida humana y apuntaron soluciones interesantes. En este terreno pienso que la recuperación crítica del contenido de la literatura sobre la cortesía puede ser muy valiosa, en la medida en que busquemos en ella, no normas concretas de conducta, que en la mayor parte de los casos no tendría sentido imitar, sino directrices generales y reflexiones sobre la dinámica interna de las sociedades. A continuación me referiré a algunas de ellas, que son auténticos lugares comunes en dicho género literario.

Una primera idea que me parece oportuno destacar es que la cortesía ha sido vista durante siglos como la gramática y la retórica de la vida cotidiana, es decir, como la clave para descifrar la sociedad e introducirse en ella. Semejante afirmación se fundamenta en la tesis de que hay evidentes analogías y paralelismos entre el lenguaje de las palabras y el de las acciones. La raíz de este punto de vista habría que buscarla, probablemente, en Cicerón, cuyas ideas tanta influencia ejercieron sobre el Humanismo renacentista, que a su vez dio forma a la cortesía moderna. En efecto, en el De officiis se afirma que "en nuestras acciones, para que todos los actos de la vida sean coherentes entre sí, debemos poner un orden, similar al que se observa entre las diversas partes de un discurso". El hombre debe, pues, planificar y dominar el "discurso" de sus actos.

En esta alegoría, en apariencia tan simple, se resumen, sin embargo, multitud de ideas. La primera es la siguiente: al igual que sucede con la elocuencia de las palabras, en la de los actos debe haber coherencia entre el fondo y la forma, es decir, las acciones deben ser honestas además de parecerlo. "No hay genero de injusticia peor -escribe Cicerón- que la de quienes en el preciso momento en que están engañando simulan ser hombres de bien" [De officiis, I, 13, 41]. También debe apreciarse la unidad de todos los actos que realiza una persona, pues, "como el cuerpo, por la armónica disposición de los miembros atrae nuestros ojos y deleita precisamente por la graciosa coherencia de las partes entre sí, así este decoro que brilla en la vida mueve a la aprobación de las personas con quienes se vive por el orden, la coherencia y la templanza en todas las palabras y en todos los actos" [De officiis, I, 28, 98].

La elegancia de los actos -el decorum- se deriva además de la virtud interior y es un signo de ella. "Hay ciertamente algo decoroso, y se ve en todas las virtudes, que puede separarse de la virtud más por el pensamiento que por la realidad. Como la gracia y la hermosura del cuerpo no pueden separarse de la salud, así este decoro de que hablamos está inmerso en la virtud, distinguiéndose de ella únicamente por la abstracción mental" [De officiis, I, 27, 95]. Lo que se afirma aquí es que existe un peculiar tipo de belleza connatural a la virtud y que se deriva de ella. Ignorar tal hecho o menospreciarlo le parecía seguramente a Cicerón tan poco natural y sensato como ocuparse del alma en detrimento del cuerpo, o despreciar la forma de un discurso en beneficio de su contenido, sobre todo porque esa especie de resplandor del bien que es el decoro, atrae al hombre hacia la virtud. De ahí el siguiente consejo: "Hay que esforzarse para que no se aparten de la naturaleza los sentimientos del alma, cosa que conseguiremos [...] si mantenemos nuestras almas atentas al decoro" [De officiis, I, 36, 131].

El humanismo interpretó esta doctrina ciceroniana en un sentido práctico, tal vez traicionándola en cierta medida, pero asentó con ello las bases de los códigos de cortesía modernos. Así, Erasmo identificó la cortesía con el decoro exterior que "procede de un alma bien compuesta", motivo por el cual está bien que "el hombre entero esté bien compuesto en alma, en cuerpo, en acciones y en vestimenta". Esta idea inspiró a otros muchos autores de tratados de cortesía. Por ejemplo, François de Grenaille afirma en 1642: "El autor, tras haber formado el interior del Honnête garçon, trata ahora de formar su exterior.

Puesto que el hombre está compuesto de dos partes, no hay que dejar pues la cosa a medias. [...] El decoro debe reinar en el interior y en el exterior, en el alma y en el rostro, en el discurso y en las costumbres".

Algo parecido se sostienen un tratado de buenas maneras inglés treinta años posterior: "Para mostrar la belleza de tu mente, que consiste en escoger la virtud, y en evitar el vicio, coloca por delante la de todo tu cuerpo, que consiste en la gracia, el color y gestos y movimientos decentes". Más profundo y global resulta Gracián: "Aun la misma sabiduría fue grosera, si desaliñada. No sólo ha de ser aliñado el entender, también el querer, y más el conversar. Hállanse hombres naturalmente aliñados, de gala interior y exterior, en concepto y palabras, en los arreos del cuerpo, que son como la corteza, y en las prendas del alma, que son el fruto".

En consecuencia, el decoro tiene que ver con el aspecto "formal" de las acciones humanas, que -además de buenas- pueden y deben ser bellas y, en la medida en que lo son, resultan atractivas. La cortesía no sería otra cosa que el "arte" -la habilidad- de lograr tal objetivo, del mismo modo que la retórica es el arte de hablar con elocuencia. Vuelve a observarse aquí un paralelismo entre el lenguaje y la conducta. Al igual que la técnica retórica pule las ideas haciendo que resulten precisas y bellas, la cortesía refina las acciones, adaptándolas a las circunstancias concretas y prestándoles un tono distinguido.

Esta manera de ver las cosas contrasta -ya lo hemos visto- con la mentalidad hoy imperante, que más bien ve la retórica y la cortesía como dos artificios sospechosos. La principal dificultad que aquí se plantea es -lógicamente- si una habilidad que se puede emplear tanto para el bien como para el mal merece nuestra estima en lugar de nuestro desprecio. El clasicismo greco-latino admitía tal posibilidad, probablemente porque pensaba que una habilidad se trasmuta en virtud cuando la adquiere un hombre bueno, del mismo modo que se convierte en vicio cuando la posee una persona malvada. Por otra parte, no parece justo ni realista rechazar algo de lo que se puede hacer buen uso, punto en el que están de acuerdo Platón [Fedro, 269b], Isócrates [Antídosis, 252-253], Aristóteles [Retórica, 1355b], Cicerón [De oratore, I, 223] y Quintiliano [II, 16, 10] a propósito de la retórica, cuyo caso -a los efectos que aquí nos interesan- es comparable al de la cortesía.

Por último, tanto en Grecia como en Roma estaba extendida la creencia de que al malo le era casi imposible fingir a la perfección que era bueno. Al respecto, escribe Cicerón: "Al igual que en la lira los oídos de los músicos perciben aun los más ligeros desacordes, así nosotros, si queremos ser jueces sagaces y observadores de los vicios, con frecuencia por verdaderas pequeñeces podremos conocer los defectos graves de una persona" [De officiis, I, 41, 146].

El humanismo asumió esta convicción de manera un tanto acrítica. Por ejemplo, ese pionero de la cortesía que fue Castiglione escribe lo siguiente:

"Como no puede ser círculo sin centro, así tampoco puede ser cortesía sin bondad. Y con esto acaece pocas veces que una ruin alma esté en un cuerpo hermoso. Y de aquí viene que la hermosura que se ve de fuera es la verdadera señal de la bondad que queda dentro. Y en el cuerpo de cada uno es imprimida, en los unos más y en los otros menos, una cierta gracia casi como un carácter o sello del alma, por el cual ella es conocida por de fuera, como los árboles que con la hermosura de la flor señalan la bondad de la fruta.

Esto mismo acontece en los cuerpos; y así los que entienden de fisonomía muchas veces en la compostura de los rostros y en el gesto conocen las costumbres e inclinaciones y alguna vez los pensamientos y (lo que es más de maravillar) hasta en las bestias se comprende en el aspecto la calidad del ánimo, el cual en el cuerpo se declara todo lo posible".