Actos que molestan a los demás. VI.
El disgusto que nace de la imputación de efectos morales, crece o disminuye en razón de la cualidad del defecto imputado.
Actos que molestan la memoria, los deseos y el amor propio de los demás.
Las ventajas sociales, civiles y mercantiles que proporciona la honradez inducen a jactarse de ella y esta jactancia es tal, que si algunos no reparan en confesar su ignorancia, ninguno quiere confesar su inmoralidad, por lo cual los actos que la ponen en duda son para el amor propio agudísimas espinas. El disgusto que nace de la imputación de efectos morales, crece o disminuye en razón de la cualidad del defecto imputado, del sexo de la condición, de la profesión, del modo de obrar o de expresarse general y particular.
Así, el imputar la borrachera es menos ofensivo que imputar el robo. La mancha de infidelidad es más ofensiva para la mujer que para el varón, porque en aquella trae consecuencias de más bulto. La mancha de relaciones entre un hombre y una mujer es más ofensiva para la casada que para la soltera, pues en aquélla suponen un quebrantamiento de la fe conyugal. La tacha de cobarde es más injuriosa para un militar que para un paisano. La imputación general de ladrón es menos ofensiva que la de un hurto particular, porque la primera no expone al ofendido a un procedimiento criminal, y la segunda le expone a sufrirlo.
En general son acciones descorteses todas las que hacen suponer capacidad de delito en las personas a quienes se dirigen. Por lo tanto se hallan en este caso las miradas impúdicas o la excesiva familiaridad con las mujeres, porque inducen tácitamente a creerlas dispuestas a faltar a sus deberes; las extraordinarias precauciones de custodia cuando llegan forasteros a casa; el ofrecimiento de un regalo a un empleado honrado, porque esto es decirle que necesita estímulo para cumplir su deber o que es capaz de faltar al mismo.
En estos casos la urbanidad difiere de la prudencia, pues esta se ve precisada a transijir con ciertos actos, si bien desagradables al amor propio ajeno, necesarios, no obstante, para prevenir delitos. Por esta razón no puede ser tachado de descortés con sus criados un amo que cierra bajo llave el dinero y los demás objetos preciosos que fácilmente podrían ser sustraídos; pues esta precaución habla con los ladrones en general y libra a los criados de sospechas infundadas. Por el contrario cuando Augusto hacía registrar a los senadores antes de darles audiencia, en buen lenguaje les decía: "Como que os reputo por otros tantos sicarios, quiero saber si traéis armas debajo de las togas, a bien que los senadores que asesinaron a César en el mismo senado, bien merecían esta odiosa precaución por parte de Augusto".
Observando el respeto maquinal que el vulgo tributa a los ricos porque estos pueden prestarle servicios y procurarle trabajo; observando que en caso de necesidad quien tiene fama de rico encuentra fácilmente quien le preste, se comprende la razón por que todos nos resentimos de que nos llamen pobres, y procuramos presentar a los demás alguna apariencia de riqueza. Por esto no debe admirarnos que muchos ingleses, cuando el ministro Pitt impuso una contribución sobre las rentas pagaran más de lo que les correspondía, con el fin de que no se menguara su crédito. Así pues, la ocupación de criado es y será siempre una cosa abyecta, porque por un lado la dependencia y por otro el mezquino salario, demuestran la imposibilidad de prestar servicios y de procurar trabajo. Por grandes que sean los esfuerzos de la filosofía no conseguirá nunca asegurar, en igualdad de circunstancias, al mérito pobre aquel grado de crédito que alcanza un traje bordado. A la virtud se le conceden encomios y se la deja morir de hambre y de frío, y el peso de la caja es el peso de la fe que merece quien lo posee.
De aquí procede que se repute por injuria grave un secuestro, porque manifiesta falta de posibilidad o de voluntad de pagar, y en consecuencia priva de los recursos del crédito, pues las leyes no lo permiten sino cuando no hay otro modo de conservar los derechos de los acreedores. Son, pues, actos inurbanos jactarse delante de otros de los socorros dados a quien los necesitaba; alejarse de una persona o acercarse a otra en las reuniones y en la calle en razón de los harapos de la primera y del lujoso vestido de la segunda; presentarse repentinamente a comer en casa de quien no es muy rico o muy amigo, y entrar sin ser invitado para ello en las estancias, interiores de una casa, porque es sabido que en las primeras es en donde se ostenta las riquezas.
Hay acciones, que si bien manifiestan afecto y disposición a complacer, son ofensivas cuando se ponen en práctica con las clases superiores, siendo así que son propias de las inferiores. Así es que incurre en una acción descortesísima el que toca el rostro a un igual suyo, y más si lo hace a uno de mayor edad, porque esta acción de benevolencia sienta bien en un niño, y nadie quiere que lo pongan al nivel de éste. Parece, pues, que Homero olvidó este principio cuando nos representa a la diosa Tetis tocando el rostro a Júpiter.
Cuando la dignidad del rango suple la falta de edad, la descortesía desaparece. Un príncipe joven, por ejemplo, puede poner la mano en el hombro de un anciano como demostración de benevolencia y con el objeto de reanimar su esperanza; pero esta acción sería muy inurbana a no haber el suplemento de la dignidad. Un súbdito que en una audiencia pública presentase la caja a su soberano cometería un acto de inurbanidad relativa, porque esta demostración de amistad y de confianza tendería a disminuir la distancia que separa al súbdito del soberano. De lo dicho se infiere que un acto inocente y afectuoso puede ser relativamente tan descortés cuanto es mayor la familiaridad que sustituye al respeto.