Lo bueno y lo mejor: buscar la perfección. El arte de agradar
Al traducir la teoría al terreno de la práctica, al pretender dar cuerpo y forma a las ideas, al intentar convertir en realidad palpable la ficción soñada, surgen y se levantan tropiezos insuperables...
Querer ser perfectos. El anhelo irrefrenable y ciego hacia la perfección
Aquella urbanidad
Frecuentemente , tal vez con demasiada frecuencia, encontramos, en el mundo de nuestros conocimientos y en la esfera de nuestras relaciones, amigas inteligentes y buenas en las que, merced a una ligera observación, podemos notar los síntomas de algo que realmente es enfermedad moral, aspiración jamás satisfecha, deseo nunca realizado.
Esa enfermedad es el anhelo irrefrenable y ciego hacia la perfección, mejor dicho, hacia el perfeccionamiento. Lo bueno, lo relativamente perfecto no les basta. Su ideal, su sueño dorado, es la perfectibilidad absoluta.
La aspiración en sí es muy noble y nada tiene de censurable.
Lo malo es que, al traducir la teoría al terreno de la práctica, al pretender dar cuerpo y forma a las ideas, al intentar convertir en realidad palpable la ficción soñada, surgen y se levantan tropiezos insuperables. El Don Quijote de la fantasía se estrella contra la inflexible lógica del prosaico Sancho, y encuentra aspas de molino donde entrevió gigantes descomunales, y topa con barberil bacía de latón allí donde sus deliquios imaginativos le mostraron yelmo de oro finísimo.
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Y no es esto lo peor. Lo peor es que las señoras que persiguen en todo y para todo lo óptimo, informando en tal deseo aun los actos más insignificantes de su existencia, van a tropezar por manera fatal y necesaria en el escollo de la indecisión. Buscando lo mejor y pretendiendo hallarlo, difícilmente habrá quien se de por contenta con obtener lo bueno, siempre inferior a su ilusoria manía.
Lo que es sencillamente bueno presenta siempre inconvenientes que no existen en lo mejor. Pero como, por desgracia, tamaños inconvenientes no se salvan, resulta que se perdió lo bueno por creerlo despreciable y no se consiguió lo mejor, lo perfecto, por no ser asequible a la fuerza y a la inteligencia humanas.
Así encontramos a las enamoradas de lo mejor en una constante vacilación, fluctuando entre criterios diametralmente opuestos, sin decidirse ni tomar partido en ningún caso; en una palabra, irresolutas, sin firmeza de carácter ni afirmación enérgica de la voluntad.
Ya se trate de la elección de una tela para vestir, ya del decorado de una habitación, ya del colegio en que han de educar a sus hijas, el problema reviste siempre aspectos gravísimos. Todo cuanto les proponen y todo cuanto discurren es bueno ciertamente, pero todo tiene alguna pequeña desventaja, a todo hay objeción que hacer; no es posible resolver dudando, se necesita salvar los inconvenientes que saltan a cada paso.
Claro es que una tela negra, por ejemplo, es buena porque resulta a propósito para traje de visita y para tal o cual cosa, pero sería mejor otra tela que llenase los mismos fines y no fuera tan propensa a mancharse como lo negro.
Bueno es un mobiliario de nogal, pero ¿y si pasa de moda? ¿No es lo mejor buscar muebles de una madera que en todo tiempo sea elegante?...
Bueno es que las hijas reciban educación en colegio del extranjero, pero ¿no sería mejor encontrar el medio de que recibiesen igual educación e instrucción sin salir de casa?...
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Discurriendo de esta suerte, viendo inconvenientes a cada paso y no acordando nada en concreto, se va insensiblemente a una parálisis de la voluntad; parálisis que obliga, por fuerza, a aceptar soluciones ideadas por extraños y a moverse no por propio arranque y sí por virtud de ajeno impulso.
De ajeno impulso que, luego de recibido, es criticado sin piedad, estimando ¡eso sí! que es ventajoso, pero insistiendo en que podía muy bien serlo mucho más si se hubiese evitado esto o aquello.
Esta monomanía puede ser combatida desde la infancia mediante la dirección de un espíritu enérgico y sereno a la vez.
Es indispensable que la niña se acostumbre a considerar las cosas desde el punto de vista de la realidad, a aprender en la vida tal y como la vida se le presente y no como nosotras quisiéramos que fuera; hay que tener tino y prudencia bastantes, no ya para enseñar a esquivar todos los contratiempos, sino para ver con lucidez perfecta qué es lo que menos inconvenientes ofrece, y una vez visto el pro y el contra hay que saber elegir lo menos desfavorable, y hay que tener el valor de la convicción adquirida para marchar derechamente por el camino que se escogió, llevando con paciencia las adversidades inevitables y no perdiendo estérilmente el tiempo en lamentaciones que a nada conducen.
Para ello no está de más tener presente el proverbio árabe que reza así: "Si el mal de que te quejas no tiene remedio, ¿para qué te quejas? Y si el mal de que te quejas tiene remedio, ¿por qué te quejas?".
No es cuerdo salir de casa en día desapacible. Pero si se salió por ir al teatro o gozar de una diversión cualquiera, y se adquirió un constipado, no es razonable exclamar: ¡Mejor hubiera sido no salir!
Tal exclamación parece justa, y sin embargo no lo es siempre, porque a veces se confunden los términos y se cree consecuencia lógica lo que es simplemente casualidad.
Se juzgó bueno disfrutar un rato de recreo; ¿acaso es mejor permanecer siempre encerrada en casa?
¿Por ventura no se constipan más que los que salen a paseo?
¿Es posible que la salud y que la temperatura respondan invariablemente a nuestro capricho?
Véase, pues, cómo lo racional es pesar y medir bien los inconvenientes que pueda traer consigo un acto, para resolver lo menos malo y aceptar con resignación las contrariedades que traiga consigo.
Si el mal de que te quejas no tiene remedio, ¿para qué te quejas? Y si el mal de que te quejas tiene remedio, ¿por qué te quejas?
Lo dicho, siendo importante, lo es infinitamente menos que cuando la ambición de lo mejor no se constriñe en los límites de lo personal y se aplica a lo que no es propio.
Molesto es oir a una amiga dolerse de no saber qué decidir y lamentarse de haber podido elegir mejor que lo hizo.
Pero resulta más desagradable tener que soportar a la amiga que se cree obligada a advertirnos de nuestros errores y a mostrarnos con prolijidad y detalle todos y cada uno de los extremos susceptibles de mejora en aquello por nosotras realizado.
No nos niega ni desconoce las bondades positivas de la resolución tomada o del objeto adquirido, pero se complace en apuntarnos las deficiencias y en indicarnos cómo pudo o debió ser más acabado y perfecto.
¿Qué remedio existe contra la enfermedad que someramente acabamos de estudiar?
En lo que afecta a la educación de la infancia, dicho queda que la medicina está en enseñar a elegir, en acostumbrar a aceptar con firme voluntad lo que es reconocidamente bueno, sin cuidarse de aspiraciones fantásticas, sin dar entrada a arrepentimientos inútiles e inoportunos y en inculcar la idea de que es necesario en la vida poner freno al potro de la ambición.
Y en lo que toca a las incurables, bástenos, para la propia satisfacción, el íntimo convencimiento de la limitación de nuestras facultades y la seguridad plena de que "nada hay perfecto sino Dios".