Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). II
El uso lingüístico se convierte en un indicio semiótico capaz de connotar y de evaluar socialmente a los individuos
Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975)
2. Historia social del lenguaje y cortesía verbal
La cortesía verbal es, sin duda, uno de los ámbitos que más de inmediato caen dentro de las preocupaciones acogidas a los principios teóricos que estamos comentando, como de hecho hacía notar el propio Burke. Si aceptamos que, entre otras funciones de alto simbolismo social, el uso lingüístico se convierte en un indicio semiótico capaz de connotar y de evaluar socialmente a los individuos, fácil será hacerse cargo de que hayan surgido tantas formas de regular ese uso, de sancionar lo correcto y lo incorrecto, lo ejemplar y lo censurable, como culturas y etapas haya tenido la historia humana.
La casuística a la que nos veremos abocados en esa dirección es prácticamente inabordable. Contamos, en efecto, con un sinnúmero de ejemplos, de la procedencia más diversa y con toda la heterogeneidad posible. Desde las culturas en las que está mal contemplado recurrir al uso de la palabra a partir de los cuarenta años (García Marcos, 1999a), como sinónimo de sabiduría que no se expresa, hasta los manuales de recto uso de la conversación tan agudamente examinados por Burke (1991), detectamos sistemáticamente la existencia de un común denominador nucleado en torno a esa consciencia social dedicada a sancionar el comportamiento verbal, lo cortés y lo descortés, siempre atendiendo a una serie de factores claramente delimitables, grosso modo, dentro de los parámetros mediante los que Hymes (1974) delimitara la noción de evento comunicativo.
Por descontado que aquí no pretendo hacerme cargo del problema de la cortesía verbal en su conjunto. Tan sólo trato de realizar una cala puntual en algunas cuestiones referentes a cómo la sociedad española se ocupó del componente verbal de la urbanidad entre 1875 y 1975, intentando seguir en la medida de lo posible las orientaciones apuntadas desde la historia social del lenguaje.
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Período convulso y complejo, entre esos límites cronológicos discurrieron hechos de tanta envergadura como la liquidación del imperio colonial (1898), una aparente y quebradiza restauración monárquica tras la I República Española (a partir de 1873), una segunda y compleja versión republicana (1931-1939) y dos dictaduras, una cobijada en la monarquía de Alfonso XIII (Miguel Primo de Rivera, 1923-1929), otra triunfante, autónoma y prolongada desde el final de la Guerra Civil hasta la muerte del general Franco (1939-1975).
La forma en que se regularon los comportamientos considerados ejemplares pudo ser uno de los campos con mayor permeabilidad de todo ese trasiego histórico. Y subrayo la mera posibilidad de esa permeabilidad, porque el supuesto contrario, el de que la cortesía hubiera permanecido inalterable en sus líneas maestras, pienso que también sería altamente ilustrativo de las auténticas fuerzas que hegemonizaron la vida española de ese período y de las transformaciones profundas, si es que realmente las hubo, que experimentó (o no) el país.
3. El comportamiento verbal y la urbanidad
Como se recoge en las cartillas escolares, manuales y obras de instrucción escolar que circularon en España desde finales del XIX hasta más allá de la segunda mitad de la centuria siguiente, en el fondo la urbanidad no es más que un modo de regular el comportamiento en sociedad; tarea que así conceptuada, por cierto, no resulta ni de escasa envergadura didáctica ni de menguada repercusión sobre el individuo en tanto que sujeto social. Desde esa convicción, todo énfasis en la ponderación de sus valores parece una consecuencia lógica del lugar central que se le ha deparado para configurar el orden social en sí mismo. No en vano los cuentos y textos ejemplares publicados por los sucesores de Saturnino Calleja alrededor de los años 20 (anónimo, 1920?) se abren recordando que la urbanidad consiste en un conjunto de normas que muestran cómo comportarnos bien con nuestros semejantes y hacernos agradables a ellos, para de inmediato ponderar las virtudes que desarrolla, tales como el respeto hacia los semejantes, la benevolencia, la dulzura y la fraternidad.
Las pautas genéricas de comportamiento establecidas desde la urbanidad cobran cuerpo y concreción en la cortesía, estableciéndose de ese modo entre ambos conceptos una implicación necesaria, pero a la vez nítidamente diferenciada. Por las virtudes que desarrolla en las personas, por su decidida contribución al buen funcionamiento de la comunidad, por ser en definitiva un pilar ideológico de las sociedades, en la última recta de la Restauración la urbanidad y la cortesía no conocen límites sociales, o esa es la sensación que se tiene al leer los materiales editados por los sucesores de Calleja. Todos, sin distingos de ninguna clase, han de conducirse según sus preceptos, lo que indirectamente implica apostar por una construcción amalgamadora -que no democrática hasta sus últimas consecuencias, ni mucho menos igualitaria- del estado. Esa perspectiva no dejaba de introducir una extensión considerablemente novedosa del alcance social de la urbanidad y la cortesía.
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Antes, en la bisagra temporal que había permitido el tránsito del XIX al XX, cuando menos de forma táctica, había sido asunto de estratos hegemónicos que, precisamente mediante su ejercicio, erigían recias barreras, auténticos símbolos de comportamiento social en sus respectivos contextos. Por ese procedimiento quedaban establecidas sendas igualdades que hacían corresponder urbanidad a estratos altos, de un lado, y, de otro, mala educación -o, si se prefiere, vulgaridad-a estratos bajos. Tras la Guerra Civil asistiremos a una transformación sustancial en las competencias, funciones y alcances sociales de la urbanidad y la cortesía. Más que, buenos ciudadanos, en el sentido que parecía atribuírsele al término a mediados de los 20, los españoles habían de ser falangistas ejemplares; esto es, impecables militantes del partido único que existía en la España de Franco.
(Nota 3: Debo -y quiero- dejar constancia de mi inmensa gratitud hacia M" C. Nieto Izquierdo por su impagable ayuda en la recogida de los materiales empíricos en los que se basa este apartado, así como a I. Checa por su colaboración igualmente decisiva).
Bien es cierto que ello incluía un número relativo de actuaciones y hábitos irreprochables en lo cívico, pero también es innegable que lo hacía desde un prisma radicalmente distinto y, en todo caso, siempre subsidiario en lo ideológico de los Principios del Movimiento Nacional, su biblia política.
Esa dimensión político-formativa genérica era encomendada al aparato educativo que, en la medida de lo posible, la propagaría a la totalidad de la población, también ahora sin distingos (nota 4). Las minucias y los formalismos que el nacional-catolicismo desestima, sin embargo, no desaparecen de una España refinada, elegante y cortés que retoma, no sólo algunas prácticas y recomendaciones de la urbanidad desaparecida después de los años 20 y 30, sino el espíritu socialmente elitista de su uso como parámetro de distinción entre clases, talante que acierta a plasmar una infanta de España, Eulalia de Borbón (1946), en un supuesto tratado sobre la mujer que, en realidad, viene a ser una guía comentada para la instrucción de la dama distinguida en la sociedad moderna de la época.
La urbanidad, además, podía llegar a contener una dimensión moral y ética que era otro de los acicates para promover su enseñanza y ejercicio. Cuando menos esa podía llegar a ser una pretensión tan explícita como la recogida en el manual para la formación en el Trato social y buenas maneras que las religiosas escolapias editan para sus alumnas (Escuelas Pías, 1910). En sus mismas páginas introductorias se señalaba que el ejercicio de la justicia y el de la caridad son dos prioridades para todo buen cristiano, ateniéndonos a las iluminadoras páginas, no sólo de los Evangelios, sino incluso de algunos textos del Antiguo Testamento, caso del Libro de Tobías. Tales actos, valiosos y obligatorios en sí mismos, quedaban ennoblecidos al ser practicados de manera cortés, haciéndolos acordes, por tanto, con los principios que dicta la buena urbanidad. Esta, en última instancia, se ejerce mediante actos o palabras capaces de expresar afecto, consideración o simpatía (Escuelas Pías, 1910: 5-6). Quiere ello decir que, por ese camino, el comportamiento lingüístico conforme a lo socialmente sancionado deja de ser una prerrogativa cívica, para convertirse en una manifestación de moralidad cristiana, corroborada en esa misma Introducción por un extenso listado de ejemplos procedentes de la Historia Universal, por supuesto, todos ellos impregnados del más estricto espíritu cristiano.
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