En el templo parroquial.

Santos son nuestros templos y el cuidado de estos lugares bendecidos o consagrados para el culto divino.

Urbanidad Eclesiástica.

 

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1. La casa del Señor.

Sobre el frontispicio de algunos templos antiguos solía leerse, escrito en gruesos caracteres: "Hic est domus Domini et porta coeli". Y en verdad, queda uno asombrado, cuando considera que semejante inscripción podía ponerse sobre la puerta de todas nuestras iglesias, tanto en las gigantescas catedrales como en las pobres capillas de aldea. Aquel gran Dios que en el Viejo Testamento quiso precisar con tanto lujo de detalles en libros divinamente inspirados, no sólo los ritos de su culto, sino hasta la forma en que había de ser construido el gran templo de Jerusalén, erigido por el más sabio de los Reyes de Israel, ahora, en la Ley Nueva, no se desdeña de morar, con más realidad que entonces, en millares y millares de templos sumamente pobres; pero no por eso deja de repetirnos oculto en las llamas de su amor infinito hacia los hombres, aquel misterioso precepto: "Descálzate, pues la tierra que pisas es santa."

Santos son nuestros templos y el cuidado de estos lugares bendecidos o consagrados para el culto divino quiso el mismo Dios confiarlos a los que han hecho profesión de vida santa: sus Sacerdotes. Preciso es, pues, que éstos se percaten bien de lo que es un templo y conozcan sus deberes para con la casa del Señor.

Según enseña el canon 1.161, se entiende por iglesia el edificio sagrado, dedicado al culto divino, con el fin principal de que sirva a los fieles para el público ejercicio del mismo. Dejando a un lado, como pertinente a otras asignaturas, la diferencia que hay entre iglesia y oratorio, y la distinción de éstos en públicos, semipúblicos y privados, podemos, en términos generales, decir que templo es el lugar destinado al culto divino, y que el primer deber del Sacerdote es procurar que nada falte en él de cuanto se necesita para tan sublimes actos de religión, cuidando además de que todo se conserve con la debida decencia y decoro, y en segundo lugar que se guarde por todos el respetuoso comportamiento propio de tan santo lugar.

2. Lo que se requiere en un templo.

Si se tiene en cuenta que el acto más importante de culto es el sacrificio, y que para celebrar éste se necesita altar, presto se echará de ver que en nuestros templos se precisa altar: en cualquiera obra de Liturgia pueden verse las condiciones que ha de reunir éste, tanto cuando sea fijo, como si es portátil, y la historia y simbolismo de esta sagrada mesa. Para nuestro objeto basta recordar la conveniencia de que en cada iglesia haya tantos altares, cuantos sean precisos para que puedan celebrarse los cultos con el debido desahogo de tiempo y espacio. Antes de erigirse un nuevo altar, conviene pesar bien las razones que haya para ello, y la calidad, lugar y estilo del mismo, sin subordinar estas cosas, que son de un bien común y permanente, al capricho de algunos, aunque éstos fueren los donantes. Igual criterio ha de seguirse cuando se trate de sobreañadir alguna imagen nueva a los retablos o altares ya existentes. Todo cuanto tenga relación con esta mesa de los divinos misterios, hemos de cuidar que esté completo y decente, con mayor empeño aún que el que pongamos en que no falte en nuestra propia mesa el ornato debido al rango social en que vivimos: una alfonbra decente; juego de frontales acomodados a los colores y solemnidades; los tres manteles de la longitud preceptuada por las Rúbricas; el Crucifijo, que sobresalga por encima de los candeleros, y éstos en número conveniente con sus velas de cera; las sacras de buen tamaño y letra clara; el atril cómodo y ligero; el misal, a ser posible de la última edición, al menos con todas las misas añadidas, con suficiente número de registros y sin hojas rotas, sucias, ni con goterones de cera. Junto al altar habrá una credencia, del mismo estilo y buenas proporciones, que puede también tener su mantelito y siempre ha de estar limpia y sin cosas inútiles.

El tabernáculo ha de estar en uno de los altares o capillas, donde fuere más cómodo para guardar y distribuir el Santísimo Sacramento. Ni que decir tiene que, siendo tan alto el fin a que está destinado, debe de constituir el centro de los amores y desvelos del buen Sacerdote. Pieza destinada a guardar el Divino Tesoro, bien merece estar construida de oro y pedrerías y con todas las seguridades que ofrecen las más fuertes cajas de caudales; pero al menos cuidemos de que esté por dentro dorada o tapizada de rica tela blanca, y en su exterior, recubierta con valioso conopeo, procurando tener juego completo de los colores litúrgicos para variarlos según los ritos y festividades. Procúrese que la llavecita sea de plata o plateada y que tenga una cinta o cadena, a fin de que se maneje mejor y más difícilmente se pierda, como también que haya una cajita o estuche digno para guardarla. En el caso de que el sagrario sea de seguridad o tenga algún resorte secreto, debe cuidarse de dar las instrucciones precisas para el manejo a los Sacerdotes forasteros antes de que salgan al altar, bien sea de palabra, o bien teniéndolas escritas (en latín) para casos imprevistos, y evitar de este modo un desagradable embarazo ante el público.

En cuanto a los ornamentos, hemos de procurar que sean abundantes y dignos. Por pocos que haya, siempre se podrán establecer categorías, y basándose en ellas consignar por escrito un orden o consueta que determine cuándo han de utilizarse cada uno de ellos, a fin de que los servidores del templo sepan a qué atenerse y sea más fácil su conservación. En las iglesias bien surtidas de indumentaria, el Párroco suele reservarse un juego completo de ornamentos para cuando él celebra. En el caso de que alguno de los Sacerdotes adscritos tenga indumentaria sagrada propia, puede muy bien permitírsele que la guarde allí, pero cuidando de que nadie más que él la utilice, sin su permiso. Cuando vaya a celebrar algún forastero, conviene se le pongan ornamentos acomodados a su dignidad o al menos cuidar de que estén decentes y limpios.

Los vasos sagrados han de estar también en número conveniente y en relación con los sacrosantos misterios para que se utilizan. Sería muy loable e higiénico que a cada Sacerdote de los adscritos a una iglesia se le asignase un cáliz para su uso ordinario, en el caso de no tenerle propio; cuando por la penuria esto no sea posible, al menos resérvese el mejor para las fiestas solemnes. Respecto de los copones, conviene tener siquiera dos, para poder hacer con la debida frecuencia y de modo fácil y digno la renovación de las Sagradas Especies; no han de faltar los correspondientes cubrecopones de seda blanca, ni las cajitas de plata, doradas por dentro, para llevar el Viático a los enfermos y para guardar la Forma grande. La custodia u ostensorio se ha de procurar también que sea rica y artística, además de tener proporciones adecuadas al tabernáculo. No pueden tampoco faltar en ninguna parroquia los vasos de los santos Óleos, que habrán de guardarse en lugar decente y cerrado con llave.

Bajo el nombre de lienzos sagrados, aunque propiamente sólo merezcan tal calificación los corporales, palias y purificadores, pueden también comprenderse todos los demás objetos de culto hechos de hilo o algodón, v. g. manteles de altar, albas, roquetes, amitos, manutergios. etcétera: de todos ellos ha de cuidar el Párroco que haya en abundancia, o al menos los imprescindibles para el recambio y casos imprevistos, y también que sean de la materia y forma preceptuadas por la Sagrada Congregación.

Los confesonarios deben ser tantos, cuantos se necesiten para la ordenada administración del sacramento de la Penitencia, procurando que sean cómodos e higiénicos, tanto para el Confesor, como para los penitentes: con asiento mullido, dos ventanillas con doble enrejado, formando éste un ángulo, de tal modo que el aliento de los interlocutores no vaya a dar directamente en el rostro, y la voz se refleje en el fondo. Además en cada confesonario debería haber una pequeña percha, para la estola y bonete, y una tablita en que estén escritos los casos reservados en la Diócesis y la fórmula de la absolución.

Donde sea posible, procúrese que el Confesor tenga luz suficiente para leer, aunque para ello haya de instalarse dentro luz eléctrica; y en todas las iglesias ha de haber un lugar adecuado para las confesiones de los sordos, donde estén penitente y Confesor aislados, tanto entre sí, como del público. En algunas regiones suele destinarse una capilla para la administración de los sacramentos de la Penitencia y Comunión, lo que ofrece más comodidades al público y facilita el mayor desahogo y recogimiento en el templo.

El pulpito debe reunir las condiciones acústicas y artísticas que sean precisas para su cometido y no desentonar del decorado general del templo: suele colocarse en él un Crucifijo, de modo que adorne y sea fácilmente descolgable, para que puedan utilizarlo los Predicadores: también debe estar bien iluminado, a fin de que pueda leerse con toda comodidad. En donde haya dos o más pulpitos, sígase la tradición y las rúbricas para el uso de los mismos.

El baptisterio conviene que reúna las condiciones de holgura y decencia precisas para la administración del Bautismo: por pobre que fuere la pila, cuídese de que esté bien limpia y tapada, como también de que haya próximo algún pequeño armario, para guardar los Santos Óleos, concha, sal y demás cosas necesarias en tal ministerio.

Las pilas de agua bendita no han de faltar en cada iglesia, en número suficiente para que los fieles las utilicen sin retrasos, ni aglomeraciones: suele haber una a cada lado de la puerta. En algunos templos han sido sustituidas por depósitos o mecanismos, que van dejando caer gota a gota el agua; o bien se las construye en forma que los fieles no pueden introducir más que las extremidades de los dedos.

Respecto de los bancos o sillas para el público, hay muy diversos usos y costumbres en las diferentes regiones: es lo más loable dar a los fieles la mayor facilidad para que estén cómodamente en el templo, ya permitiendo que cada cual tenga su reclinatorio o asiento propio, ya proporcionándoseles en la entrada de la iglesia a cuantos lo deseen, o ya también teniéndolos fijos y comunes dentro del templo en forma de bancos o sillas-reclinatorio: esto último es lo más conforme con la cortesía, con la estética, y hasta suele ser lo más beneficioso para la propia parroquia (Nota 1).

(Nota 1.) Dignas son de tenerse en cuenta estas palabras del P. Mach, S. J. (Tesoro del Sacerdote, núm. 455): "No, señores, no será el producto de las sillas, sino la fe lo que sostendrá el culto. Toda medida que la entibie, cederá en detrimento de éste. Y como "fides ex auditu" (Rom., X, 17) con nada se entibiará más la fe, que alejando a los files de oír la divina palabra, obligándoles a estar con suma incomodidad en la iglesia, o a pagar una odiosa contribución, que no conocieron nuestros padres, y que no deja de ser crecida, cuando muchos miembros de una misma familia quieren asistir a los divinos oficios. Sin duda aconsejarán y ensalzarán esta medida los que poco se cuidan de ir a la Iglesia. Pero el Párroco verdaderamente celoso e Ilustrado empleará lo menos que pueda semejante medio, y si lo emplease, nunca será quitando los bancos o arrancando los asientos que servían de descanso al pobre y al anciano, nunca en tiempo de misión, nunca prohibiendo que una Infeliz madre venga con una silla Insignificante, y obligando despóticamente a los fieles a tomar las sillas de la Obra, si quieren sentarse".

En cuanto al coro para los Sacerdotes, no suele ser lo más corriente que lo haya en las iglesias rurales; pero donde le tengan, se procurará que la sillería no presente deterioros notables y que esté bien iluminado, para que se pueda leer sin cansar la vista.

La tribuna para los músicos ha de estar bien situada, según las normas acústicas, y dotada de los instrumentos y material propios del canto sagrado: no deben faltar en ella asientos abundantes, percha y un armario o estantería para el archivo musical, que se cuidará esté bien catalogado y cerrado ordinariamente; si, por su posición, pudieran los fieles ver a los cantores, convendría para evitar distracciones tener celosías o cortinas transparentes.

En el cancel será menester darse cuenta del funcionamiento de las puertas, para lograr que se abran y cierren suave y silenciosamente e indicar con letras cuál debe ser la de entrada y la de salida. No está demás en los países fríos ponerlas algún cortinaje pesado para evitar corrientes, y en todas partes conviene adosarles algún mecanismo para que se cierren solas y sin estrépito. Ante ellas debiera colocarse en tiempo lluvioso un quitabarros metálico, para uso de los fieles. Respecto de anuncios fijados en el cancel, habrá que colocar en el mismo unos tablones, que convendría estuvieran forrados de paño, para ocultar a la vista los agujeros que dejen las chinches con que se sujeten los carteles, y además cerrados con cristal o con alambre entretejido, a fin de que puedan leerse sin deterioro cuantos avisos y edictos en ellos se publiquen.

No se debe tolerar que este recinto quede a oscuras, ni de noche, ni de día, poniendo, si fuera menester, mamparas de cristales o alumbrado artificial.

3. En la sacristía.

En esta primera ojeada al templo, para ver si falta algo de lo conveniente a la decencia de la casa del Señor, hemos de parar también nuestra vista en la sacristía, que podrá ser más o menos amplia y rica, pero que es imprescindible para el funcionamiento del culto.

En ella no puede faltar el Crucifijo, que presida aquel recinto y reciba las reverencias de los Ministros de Dios cuando salen y entran revestidos; la mesa de los ornamentos, que suele formar parte de la cajonería en que éstos se guarden; el lavabo, a ser posible de agua corriente, con su jabonera, los correspondientes manutergios para que el Clero los use, según indiquen los letreros "Ante Missam" y "Post Missam", y una toalla para cuando se laven los seculares; las tablillas indicadoras del nombre del Prelado, oraciones mandadas y la epacta diocesana; además conviene que haya una mesa amplia, varios asientos, perchas, papelera y escupidera. Bien sea en la misma sacristía, o bien en dependencias contiguas, es preciso que haya diversas cajoneras y armarios para que puedan estar todos los ornamentos y utensilios del culto debidamente guardados; como también conviene tener un lugar a propósito para conservar con orden los blandones, andas, escaleras y demás objetos de gran tamaño.

En el caso de que la sacristía conste de varias dependencias y sea abundante el Clero adscrito, será muy oportuno dedicar un departamento para vestuario de los Sacerdotes, en el que cada cual tenga su armario independiente, y donde puedan reunirse con plena libertad a charlar y fumar sin ser vistos de los fieles. También se asignará un cuarto para vestuario de sacristanes y monaguillos; y será muy conveniente que haya algún patio para desahogo, encender el fuego, etc., y que se disponga algún lugar adecuado para satisfacer las necesidades corporales.

Para que en una sacristía, por reducida que sea, puedan conservarse muchas cosas sin deterioro y se pueda disponer de ellas en todo momento, es imprescindible que haya orden y catálogo; pero no basta que se registren en un libro todos los objetos de culto y que este libro después se archive, sino que además han de ponerse letreros indicadores en el exterior de las cajoneras y armarios, y en cada uno de los departamentos de éstos debe fijarse en su interior nota detallada de lo que allí ha de guardarse; así es como puede saberse de dónde se sacaron los objetos, y cualquiera puede guardarlos y encontrarlos en el sitio correspondiente. De este modo está ordenada la pequeña pero suntuosa y rica sacristía de la capilla del Pontificio Colegio Español de Roma, y, cuando pasan por allí sus antiguos alumnos, encuentran los vasos sagrados y ornamentos en el mismo sitio donde los guardaran ellos cuando eran colegiales.

4. En la torre.

Otra de las dependencias del templo es la torre o campanario, que en algunos viene a reducirse a una espadaña inaccesible y en otros tiene grandes dimensiones y hasta sirve de vivienda al campanero. En todo caso debe preocuparse el Párroco del estado del campanario y del acceso al mismo. El tocar las campanas suele ser muy del gusto de los chiquillos y mozos; pero por lo mismo es algo que no está exento de peligros y responsabilidades. En algunas iglesias se tiene montado un servicio automático. También por medio de carrillones o juegos de campanas tubulares, movidos eléctricamente, se tocan con arte y sin peligro. Donde no hayan llegado tales adelantos, no es difícil conseguir al menos que pueda hacerse el volteo, aun de las campanas más pesadas, sin necesidad de darles el impulso directamente, sino tan sólo tirando de cuerdas desde el piso inferior de la torre; y para los toques ordinarios a Misa, se puede con facilidad lograr que se den desde la misma sacristía o iglesia: en todo caso, a fin de impedir las desgracias que ocasionan los desprendimientos de badajos y las travesuras de los muchachos, conviene que los huecos de la torre tengan sus rejas y que el acceso esté cerrado con llave.

En algunas torres suele haber reloj, que a veces es el oficial del pueblo. En dicho caso ha de poner gran empeño en que marque siempre la hora oficial, dejando su cuidado en manos de personal perito.

5. Aseo y ornato del templo.

Después de que el Párroco haya visto los elementos con que cuenta en su templo, antes que preocuparse de completarlos y mejorarles, ha de cuidarse de conservar, lo que encuentre, en buen estado y sobre todo limpio.

El celoso autor de "Lo que puede un Cura hoy" escribía: "Yo no pido oro, ni plata, ni ricos mármoles ni artísticos retablos para nuestros templos; entre otras razones, porque, al pedirlo, me podrían responder mis hermanos con un "no puede ser" justificado por la pobreza extrema a que el liberalismo desamortizador ha condenado a nuestras iglesias.

En muchísimos pueblos puede asegurarse que la casa más pobre de todas es la casa de Dios. ¡Qué triste es esto! Pero, en fin, yo no pido más que limpieza, que bien poco dinero cuesta.

Un suelo de ladrillos o terrizo, si queréis, pero sin rincones sucios y sin salivas por en medio, unas paredes sin polvo y sin telarañas, unos confesonarios sin costras en las rejillas, unos manteles y unos purificadores blancos y oliendo a almidón, unos candeleros sin chorreones de cera, unas lámparas transparentes, unos monacillos con sos sotanitas y sobrepellices sin goterones de cera y del vino tinto de las escurriduras de las vinajeras y con los zapatos embetunados, unos incensarios y cruces y ciriales y demás objetos del culto, aunque sean de metal dorado, brillantes; todas estas cosillas, que con un poco de jabón, escobas, paño, agua y con un ruego hecho a tiempo a la Seña Fulana o a la Seña Zutana que con mucho gusto mandarán sus criadas o vendrán ellas mismas a asear la casa del Señor; todo esto, repito, dará a la iglesia y al culto un atractivo que bien pronto se convertirá en aumento de la devoción del Cura y de sus fieles.

Y si la iglesia es tan pobre que no puede pagar monacillos, o tan sola que no tiene Señas Fulanas piadosas, queda siempre el recurso de algunos Curas, que yo conozco, de barrer y asear ellos mismos sus iglesias muy tempranito antes de abrirlas al culto.

Sí, hermanos míos, ya que no podamos evitar que nuestra iglesia sea la casa más pobre del pueblo, trabajemos por que la casa de Dios sea la más limpia de todas las del pueblo. La pobreza limpia es, después de todo, la pobreza de Belén y Nazaret".

Con estas palabras de tan autorizado maestro queda bien patente la necesidad del aseo en la iglesia parroquial y los recursos a que puede acudirse para lograrlo, en los sitios donde los medios económicos no abundan. En los tratados de Liturgia y Pastoral suelen darse instrucciones concretas sobre el modo de practicar esta limpieza (Nota 2. Véase el Apéndice D.). Viene muy al caso lo que el ilustre P. Yepes, confesor y biógrafo de Santa Teresa de Jesús, cuenta que le ocurrió con su dirigida estando en Medina del Campo: "Yendo yo a decir Misa a su Monasterio de monjas, diéronme un paño muy oloroso para lavarme las manos; yo inconsiderado me ofendí de ello, y le dije después que mandase quitar aquel abuso de sus Monasterios; porque, como me parecía bien que los corporales y paños que están en el altar estén olorosos, así me pareció mal que los otros paños comunes, que son para limpiar las inmundicias, lo estuvieren; ella me respondió con donaire y gracia extremado: "Y mire no se canse, y sepa que esa imperfección toman mis monjas de mí, pero cuando me acuerdo que nuestro Señor se quejó al fariseo en el convite que le hizo, porque no le había recibido con mayor regalo, desde el umbral de la puerta de la iglesia querría que todo estuviese bañado en agua de Angeles; y mire, mi Padre, que no le dan ese paño por sus ojos vellidos, sino porque, cuando le vea, se acuerde cuan limpia y olorosa ha de llevar el alma, y por si no fuere, siquiera váyanlo las manos". De esta manera confundió mi inconsideración, y me abrió los ojos para mirar de allí en adelante de otra manera las cosas próximas y remotas a este Sacramento: de aquí han venido sus frailes y monjas a ser tan esmerados en esto".

Otro de los deberes del que cuide de la casa del Señor es procurar que nada falte de lo necesario para el culto: la penuria podrá ser excusa legítima en algunos casos; pero la caridad y el celo sabrán poco a poco cubrir las deficiencias... y hasta saldrán gananciosos los que así procedan. Solía contar un renombrado Misionero Jesuíta a los Sacerdotes lo que él había oído de su Maestro en el noviciado: "¿Queréis que nunca os falte nada?, les decía. Pues haced que nada falte a Jesús". Idéntica lección nos daba teórica y prácticamente a los seminaristas vallisoletanos el digno Operario Diocesano que me cupo la suerte de tener como primer Rector, el cual durante su largo gobierno en aquella casa ninguna mejora hizo en sus habitaciones particulares, pero desde que tomó posesión no dejó de ir mejorando cada vez más y más todo lo conveniente al culto, sin que nunca faltara nada en el Seminario.

Todo Sacerdote debiera apropiarse aquellas palabras del Real Salmista, que tan inmenso acopio de preciosos materiales reunió para edificar el templo jerosolimitano: "Domine, dilexi decorem domus tuae et locum habitationis gloriae tuae". (Psalm. XXV, 3). Los diversos elementos, usos y tradiciones locales y regionales han de tenerse muy en cuenta para el ornato de los templos. En algunas partes, por ejemplo, no se considera adornado un altar, si no está todo él recargado de flores y luces, y para engalanar una iglesia recubren con percalinas las pinturas artísticas y ricos mármoles de sus paredes y columnas.

En estos casos conviene educar poco a poco el gusto artístico del pueblo, y en todas partes es preciso establecer cierto orden o categorías en el adorno que se haga en el templo, según lo requieran la mayor o menor solemnidad de la fiesta y la generosidad de los fieles que sufragan los gastos. Para que pueda normalizarse y perpetuarse este orden, y al mismo tiempo, los sucesores y el personal tengan datos fidedignos con que orientarse, conviene anotar en una libreta el rango y ornato que corresponde a cada una de las festividades y funciones que se celebran cada año.

En el ornato puede incluirse también lo concerniente al alumbrado; en reiterados decretos la Sagrada Congregación de Ritos ha determinado taxativamente cuánto y de qué calidad ha de ser el alumbrado preciso para el culto divino, como puede verse en cualquier tratado de Liturgia. Por lo que a nosotros compete, nos basta hacer notar que el templo, siempre que esté abierto al público, ha de tener luz suficiente, para evitar sustos y tropiezos, y hasta para leer, al menos en algunos sitios más indicados para ello; claro está que, durante las funciones y solemnidades, el alumbrado habrá de aumentarse según lo permitan y requieran las circunstancias. Respecto a la calidad de la luz y lujo de los aparatos, téngase siempre presente lo mucho que ha insistido la Sagrada Congregación en que se evite en los templos cuanto pudiera darles el aspecto teatral o profano, como serían las series de bombillas multicolores. Tanto la luz, como todo adorno, han de contribuir a aumentar la devoción y no a disipar a los fieles ( Nota 3).

(Nota 3.) Véase lo que dice el escritor protestante E. G. White en su obra El conflicto de los siglos:

"El culto de la iglesia romana consiste en un ceremonial que Impresiona profundamente. El brillo de sus ostentaciones y la solemnidad de sus ritos fascinan los sentidos del pueblo y acallan la voz de la razón y la conciencia. Todo encanta a la vista. Sus soberbias iglesias, sus procesiones imponentes, sus altares de oro, sus relicarios de ioyas, sus pinturas selectas y su exquisita escultura, todo incita al amor de la belleza. Al oído también se le cautiva. Su música no tiene Igual. Los graves acordes del potente órgano, unidos a la melodía de numerosas voces que resuenan y repercuten por entre las elevadas naves y columnas de sus vastas catedrales, no pueden dejar de producir en los espíritus Impresiones de respeto y reverencia."

6. Comportamiento en el templo.

Si sagrado es el deber de preocuparse por que el templo esté en tales condiciones que en él pueda celebrarse un culto digno de la casa del Señor, no lo es menos el de que nuestro comportamiento en él esté siempre en consonancia con el altísimo ministerio de que los Sacerdotes estamos revestidos.

Dejando para otra conferencia las normas de cortesía concernientes al desempeño de los deberes ministeriales, digamos algo sobre el comportamiento que ha de observar el Sacerdote en las demás ocasiones.

Como la fe y la piedad han de ser el alma y fundamento de la cortesía eclesiástica, el Ministro de Dios no puede prescindir, aunque se encuentre a solas en el templo, de todas aquellas ceremonias devotas que debe ejecutar en presencia de los fieles, ni permitirse libertades o groserías que no se atrevería a practicar en el trato social: Dios bien se merece que le tratemos siempre con filial respeto; pero además ¿quién sabe si podrá atisbarnos alguien? Harto conocido es el caso de la conversión del Cardenal Newman, por haber observado a escondidas la devoción con que hizo un Sacerdote su genuflexión al pasar ante el Sagrario de una iglesia solitaria.

Además de esto, debe guardarse en el templo un recogimiento y silencio edificantes. Claro está que habrá ocasiones, como cuando se haya de dar órdenes para el culto o el arreglo de los altares, o bien para satisfacer las preguntas que hagan los fieles, en que no hablar sería un imposible o una descortesía; pero en tales casos, con órdenes o respuestas breves y en voz queda, pueden resolverse las necesidades o atenciones, sin causar escándalo, ni distracciones a las personas piadosas. Cuando algún indiscreto pretenda sostener un largo diálogo con los Eclesiásticos dentro de la iglesia, se puede con toda delicadeza invitarle a proseguir en la sacristía o en el atrio; las más de las veces con un gesto expresivo o una respuesta ingeniosa se pueden fácilmente evitar tales compromisos.

Cuéntase del Príncipe de Conde, que entró un día en la iglesia de San Sulpicio, de París, con el fin de asistir a los cultos, y vio cerca de sí a un seminarista, cuya modestia y recogimiento dejaron al Príncipe encantado: "Este seminarista, pensó entre sí, debe ser un joven muy instruido. Y, acercándose a él, le interrogó: Joven, tenga la bondad de decirme ¿qué se enseña en el Seminario?; como vio que el estudiante permanecía inmóvil y silencioso, le reiteró la pregunta, haciéndole notar que no trataba de burlarse, y entonces el seminarista, mirándole con dulce candidez, le dijo en voz queda: Señor, en el Seminario nos enseñan, entre otras cosas, a guardar silencio en la iglesia...; a lo que el Príncipe contestó: Gracias por el aviso; e inclinando la cabeza, se puso a orar devotamente".

7. El turismo y los templos.

En nuestros tiempos el tener que hablar y dar explicaciones en el templo se ha multiplicado mucho con ocasión del fomento de excursiones e investigaciones artísticas. En las guías de turismo se encuentran catalogados los más recónditos lugares donde hay algo notable que ver, y, dadas las facilidades de comunicaciones, es cosa fácil encontrarse, aun en los pueblos más apartados, con grupos de viajeros, amantes del arte y tal vez desprovistos de piedad y aun de fe, que entran en la casa del Señor como si fueran a visitar un museo.

Cuando en la parroquia haya tesoros artísticos dignos de exhibirse, convendría, a ser posible, reunirlos en la sacristía o en alguno de sus departamentos y colocarlos en vitrinas bien acondicionadas, para mayor seguridad, a fin de que puedan ser visitados a las horas convenientes, sin que esto ocasione molestias a la piedad de los fieles: tal es el procedimiento seguido en algunas catedrales e iglesias y hasta puede llegar a ser una fuente de ingresos, aunque, por tratarse de retablos o notabilidades arquitectónicas, esto no pueda hacerse así siempre y conviene que el Párroco esté muy al tanto del valor artístico e histórico que tiene bajo su custodia, y que bien por sí mismo, o bien mediante algún Sacerdote o empleado del templo, atienda con delicadeza a los visitantes, aunque fueren personas desconocidas o tal vez incrédulas: en tales casos ha de cuidarse mucho de evitar las irreverencias a que esto pudiera dar ocasión, y de que las personas que no tengan fe se lleven una alta idea de la piedad y educación de los Ministros de Dios.

Cuando se trate de personajes oficiales, hay que recibirles con los honores y atenciones debidos a su rango, y en todo caso ha de cuidarse de no exponer a los visitantes al ridículo, como le acaeció a un Presidente de la República francesa, del que se cuenta que, visitando una Catedral, fué solemnemente recibido por el Cabildo y el Obispo que le ofreció el hisopo del agua bendita.

El Presidente, que no estaba fuerte en Liturgia, en vez de tomar el agua bendita con los dedos tomó decididamente el hisopo y entró con él en la iglesia, a guisa de cetro. Por fin, un tanto escamado, preguntó al que tenía más cerca: y bien, ¿qué hago yo con esto?...