Urbanidad y Buenas Maneras. Principios generales. II.

Llámase urbanidad al conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras.

Manual de Buenas Costumbres y Modales. (1852)

 

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17. Es una regla importante de urbanidad el someternos estrictamente a los usos de etiqueta que encontremos establecidos en los diferentes pueblos que visitemos, y aún en los diferentes círculos de un mismo pueblo donde se observen prácticas que le sean peculiares.

18. El imperio de la moda, a que debemos someternos en cuanto no se aparte de la moral y de las buenas costumbres, influye también en los usos y ceremonias pertenecientes a la etiqueta propiamente dicha, haciendo variar a veces en un mismo país la manera de proceder en ciertos actos y situaciones sociales. Debemos por tanto, adaptar en este punto nuestra conducta a lo que sucesivamente se fuere admitiendo en la sociedad en que vivimos, de la misma manera que tenemos que adaptarnos a lo que hallemos establecido en los diversos países en que nos encontremos.

19. Siempre que en sociedad ignoremos la manera de proceder en casos dados, sigamos el ejemplo de las personas más cultas que en ella se encuentren; y cuando esto no nos sea posible, por falta de oportunidad o por cualquier otro inconveniente, decidámonos por la conducta más seria y circunspecta; procurando al mismo tiempo, ya que no hemos de obrar con seguridad del acierto, llamar lo menos posible la atención de los demás.

20. Las circunstancias generales de lugar y de tiempo; la índole y el objeto de las diversas reuniones sociales; la edad, el sexo, el estado y el carácter público de las personas; y por último, el respeto que nos debemos a nosotros mismos, exigen de nosotros muchos miramientos si al obrar no proporcionamos a los demás ningún bien, ni les evitamos ninguna mortificación.

21. Estos miramientos, aunque no están precisamente fundados en la benevolencia, si lo están en la misma naturaleza, la cual nos hace siempre ver con repugnancia lo que no es bello, lo que no es agradable, lo que es ajeno a las circunstancias, y en suma, lo que en alguna manera se aparta de la propiedad y el decoro; y por cuanto los hombres están tácitamente convenidos en guardarlos, nosotros los llamaremos convencionalismos sociales.

22. ¿Cuán inocente no sería, por ejemplo, el discurrir sobre un tema religioso en una reunión festiva, o sobre modas y festines en un círculo de sacerdotes?. ¿A quién ofendería una joven que llevase grande escapularios sobre sus vestidos de gala, o un venerable anciano que bailase entre los jóvenes, o un joven que tomase el aire y los pausados movimientos de un anciano?. Sin embargo, todos estos actos, aunque intrínsecamente inofensivos, serían del todo contrarios al respeto que se debe a las convenciones sociales y por lo tanto a las leyes de la urbanidad. Es muy importante que cada individuo sepa tomar en sociedad el sitio que le corresponda por su edad, investidura, sexo, etc., etc. Se evitarían muchas situaciones ridículas si los jóvenes fueran jóvenes sin afectación y los viejos mantuvieran en sus actos cierta prudente dignidad que es siempre motivo de respeto y no de burla.

23. A poco que se medite, se comprenderá que los convencionalismos sociales que nos enseñan a armonizar con las prácticas y modas reinantes, y a hacer que nuestra conducta sea siempre la más propia de las circunstancias que nos rodean, son muchas veces el fundamento de los deberes de la misma educación y de la etiqueta.

24. El hábito de respetar los convencionalismos sociales contribuye también a formar en nosotros el tacto social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras, para evitar hasta las más leves faltas de dignidad y decoro, complacer siempre a todos y no desagradar jamás a nadie.

25. Las atenciones y miramientos que debemos a los demás no pueden usarse de una manera igual con todas las personas indistintamente. La urbanidad estima en mucho las categorías establecidas por la naturaleza, la sociedad y el mismo Dios: así es que obliga a dar preferencia a unas personas sobre otras, según es su edad, el predicamento de que gozan, el rango que ocupan, la autoridad que ejercen y el carácter de que están investidas.

26. Según esto, los padres y los hijos, los obispos y los demás sacerdotes, los magistrados y los particulares, los ancianos y los jóvenes, las señoras y las señoritas, la mujer y el hombre, el jefe y el subalterno, y en general, todas las personas entre las cuales existen desigualdades legítimas y racionales, exigen de nosotros actos diversos de distinción y etiqueta que indicaremos más adelante, basados todos en dictados de la justicia y de la sana razón, y en las prácticas que rigen entre gentes cultas y bien educadas.

27. Hay ciertas personas para con las cuales nuestras atenciones deben ser más exquisitas que para con el resto de la sociedad, y son los hombres virtuosos que han caldo en desgracia. Su triste suerte reclama de nosotros no sólo el ejercicio de la beneficencia, sino un constante cuidado en complacerlos, y en manifestarles, con actos bien marcados de urbanidad, que sus virtudes suplen en ellos las deficiencias de la fortuna, y que no los creemos por lo tanto indignos de nuestra consideración y nuestro respeto.

28. Pero cuidemos de que una afectada exageración en las formas no vaya a producir un efecto contrario al que realmente nos proponemos. El hombre que ha gozado de una buena posición social se hace más impresionable, y su sensibilidad y su amor propio se despiertan con más fuerza, a medida que se encuentra más deprimida bajo el peso del infortunio; y en esta situación no le son menos dolorosas las muestras de una conmiseración mal encubierta por actos de cortesía sin naturalidad ni oportunidad, que los desdenes del desprecia a de la indiferencia, con que el corazón humano suele manchar en tales casos sus nobles atributos.

29. La urbanidad presta encantos a la virtud misma; y haciéndola de este modo agradable y comunicativa, le conquista partidarios e imitadores en bien de la moral y de las buenas costumbres. La virtud agreste y despojada de los atractivos de una fina educación, no podría brillar ni aun en medio de la vida austera y contemplativa de los monasterios, donde seres consagrados a Dios necesitan también de guardarse entre sí aquellos miramientos y atenciones que fomentan el espíritu de paz, de orden y de benevolencia que deben presidirlas.

30. La urbanidad presta igualmente sus encantos a la sabiduría. Un hambre profundamente instruido en las ciencias divinas y humanas, pero que al mismo tiempo desconociese los medios de agradar en sociedad, sería como esos cuerpos celestes que no brillan a nuestra vista por girar en lo más encumbrado del espacio; y su saber no alcanzarla nunca a cautivar nuestra imaginación, ni atraerla aquellas atenciones que sólo nos sentimos dispuestos a tributar a los hombres, en cambio de las que de ellos recibimos.

31. La urbanidad necesita a cada paso del ejercicio de una gran virtud, que es la paciencia. Y a la verdad, poco adelantaríamos con estar siempre dispuestos a hacer en sociedad todos los sacrificios necesarios para complacer a los demás, si en nuestros actos de condescendencia se descubriera la violencia que nos hacíamos, y el disgusto de renunciar a nuestras comodidades, a nuestros deseos, o a la idea ya consentida de disfrutar de un placer cualquiera.

32. La mujer es merecedora de todo nuestro respeto y simpatía, por su importantísimo papel en la humanidad como esposa y sobre todo como madre. Su misión no se limita a la gestación y crianza física del ser humano, que por sí sola le importa tantos sacrificios, sino que su influencia mental y moral es decisiva en la vida del hombre.