E. Los modales en la Baja Edad Media española. VII.

El código de buenas maneras de la cortesía: Los modales en la Baja Edad Media española.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta

 

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El inventario de preceptos hasta aquí presentado en torno al uso de las manos, el silencio, la limpieza y la compostura es alumbrado por la cortesía con objeto de moralizar la conducta humana. Dejar de lado comportamientos cobdiciosos mediante unas maneras refinadas, pulidas y adecuadas aleja al hombre de la satisfacción desordenada de sus apetitos y querencias y le coloca en la senda de mejorar moralmente como persona. Unas buenas maneras corteses son expresión de una moralidad interna. Todavía no existe una acusada tensión entre el fuero interno y el externo del individuo. Circunstancia que llegará más tarde con el código de la prudencia. Entretanto, la congruencia entre la interioridad y la exterioridad es, desde la óptica de la cortesía, posible, deseable y apenas problemática.

3.2. El respeto a lo que los demás son socialmente.

La cortesía justifica preceptos, normas y prohibiciones en virtud de la presencia de los demás. El argumento que da sentido a todas y cada una de las coacciones de la conducta es social: el respeto al resto de las personas. En consecuencia, las coacciones que regulan el comportamiento no nacen de uno mismo sino que beben de aquéllos que nos rodean. Este respeto a los demás constituye el núcleo moral de la conducta heterocontrolada, esto es, de la conducta gobernada por coacciones externas a la propia persona. Empero este respeto no se debe a todas las personas por igual. En un contexto social como el estamental, organizado de acuerdo con la concepción de que los hombres son natural y cualitativamente desiguales, este respeto debe tener presente en todo momento la condición social de la persona, su posición y estamento de adscripción. Así, la exigencia y deber de respeto se agudizan conforme se asciende en la escala social.

Francesc Eiximenis sostiene en Lo Crestiá que la cortesía es "saber tratar a cada uno según su condición y estamento" (Eiximenis, 1983a:153). Tanto el comportamiento de la persona como el trato que debe dispensarse a los demás son inseparables de la posición social que ocupen la persona y aquel otro al cual nos dirigimos. Esa posición va siempre acompañada de un nivel de estimación social. Cuestionar o lesionar ese nivel de estimación supone atentar contra el honor y un atentado contra el honor se castiga en el bajomedievo con la venganza, la violencia física o el destierro. Esta circunstancia impele a la persona a comportarse de acuerdo con los preceptos de la cortesía por respeto a lo que los demás son socialmente. El comportamiento cortés se activa a partir de coacciones sociales: son los ajenos quienes se erigen en justificación para regular la propia conducta. La cortesía bajomedieval alumbra un tipo de comportamiento heterocontrolado. Elias se refiere a éste como un tipo de comportamiento mediado por una serie de coacciones fundamentadas en la presencia coactiva e intimidatoria del prójimo. Estas coacciones se presentan en forma de castigo, violencia, destierro o degradación e independientemente de la forma que adopten, son coacciones que obedecen a motivos sociales: el comportamiento de la persona viene a depender de la posición social ocupada por el otro. No debe, pues, ejecutarse un comportamiento que no sea cortés por respeto a lo que el otro es socialmente (Elias, 1987:225-229, 453-463).

Quien sirve al rey, por ejemplo, un cortador, ha de serle leal. Esta lealtad se afianza en el cortador gracias a coacciones externas: la amenaza de castigo físico en caso de poner en peligro la vida del monarca (Nota: Un cortador tiene acceso a la comida, cuestión que no es baladí en el bajomedievo. Posee importantes posibilidades de alterar los alimentos. Se recomienda al cortador, debido a la proximidad que mantiene con la comida, que disponga de algún remedio en caso de envenenamiento o mal estado de los alimentos: "[El cortador debe llevar] guarnidas sus manos de sortijas que tengan piedras o encastaduras valientes contra ponzoña e aire infecto". Villena (1994:144)), la consideración que debe a alguien superior en rango social y el desprestigio -el descenso en el nivel de estimación social- que conlleva la comisión de torpezas o imprudencias. La conexión entre las maneras depuradas de quien sirve y la atención al rey se produce gracias al respeto tenido por la posición social del superior, en este caso, la del monarca.

Al cortador no se le enseña tan sólo la técnica del bien cortar sino que anexo a la técnica aparece el aprendizaje moral, en esta ocasión, una suerte de didáctica de la lealtad. La lealtad que el cortador profesa al rey y que se expresa en sus buenas maneras tanto en el corte como en la atención a los comensales está inducida por el respeto al superior, el temor a la represalia y la dudosa fama que le reportaría cometer un desaguisado:

"A esta lealtad le indugan temor de Dios e zelo de bondat e vergüenza de la gente e amor del rey que sirve e dubda de la fama que después de sus días quedaríe maculada, allende de la punición jurídica que padecería; e sobre todo seer libre de cobdicia, que faze mas erraren esto que otra cosa" (Villena, 1994:144).

Téngase en cuenta que se respeta a los demás porque se teme su respuesta; en ningún caso se aduce como explicación del respeto una supuesta bondad intrínseca del hombre bajomedieval. El comportamiento se ajusta a lo que socialmente es el otro. La conducta que prescribe la cortesía es una conducta heterocontrolada en la que las medidas coactivas se originan en la vida social: el desprestigio, la pérdida del honor o el castigo físico encuentran allí su génesis.

Examinemos otro ámbito en el que la presencia coactiva de los demás se convierte en el principio rector de la propia conducta: la limpieza corporal.

La limpieza del cuerpo a lo largo del bajomedievo es ajena a la noción de gérmenes y entronca directamente con el buen olor y la visibilidad (Nota: No será hasta el siglo XIX cuando se asiente definitivamente la idea de que son las bacterias los agentes patógenos responsables de la transmisión de enfermedades. Esto ocurre con la obra de Pasteur (1822-1895) quien estableció la teoría microbiana de la enfermedad y con la de Ehrlich (1854-1915), cuyos trabajos posibilitaron la lucha contra los microorganismos. Al respecto, véase Lyons y Petrucelli (1984)). Estar limpio es sinónimo de oler bien, de desprender una fragancia agradable valiéndose de perfumes y afeites. Estar limpio es también adecentar exclusivamente las partes del cuerpo que vayan a ser vistas por los demás: la barba arreglada, las uñas mondadas, el pelo recogido, lavadas cara y manos a lo que se le añade unas botas que no huelan o guantes de aroma agradable no recubiertos de pelo malsano como el del zorro o el gato. La limpieza no es higiene total del cuerpo sino adecentamiento de lo que queda a la vista de otras personas así como eliminación de olores que pudieran resultar molestos u ofensivos.

Ser limpio es ocuparse de la parte del cuerpo que queda expuesta a las miradas. El criterio rector de la limpieza es la presencia y mirada del observador (Vigarello, 1991a: 65-68). Aunque existen en la época baños públicos, estos no deben ser entendidos como 'centros de higiene' a los que las personas acuden para liberarse de los gérmenes y adecentar su cuerpo. Los baños públicos son, ante todo, 'centros de placer' a los que los visitantes acuden para departir o incluso para mantener relaciones sexuales. En este aspecto no difieren demasiado de las actividades que pudieran desarrollarse en burdeles o tabernas (Vigarello, 1991a: 44-52). El baño público no tiene como misión favorecer la limpieza del cuerpo en un sentido higiénico -expulsar los microbios- y sí que son concebidos más como lugar de asueto, reunión o espacio para mantener contactos interpersonales (Nota: Díaz Plaja (1974:110-111) insiste en esta consideración "lúdica" y "placentera" de los baños públicos. Los fueros de Teruel y Cáceres advierten que en los días señalados para que las mujeres fuesen a los baños no podían entrar en ellos los hombres. Este tipo de advertencias nos ponen sobre la pista de que aunque se tratase de una práctica prohibida -la del encuentro de mujeres y hombres en los baños- ésta debía darse con más frecuencia de la deseada por las autoridades). Súmese a esto que la noción de 'higiene' únicamente comenzará a utilizarse a principios del siglo XIX y que sólo con los trabajos de Pasteur, entre 1870 y 1880, se tendrá constancia de la presencia de los microbios. El microbio cambia la noción de limpieza, puesto que éste ni se ve ni se huele. Agua y jabón son los medios para acabar con él y así, que nos pique la piel o que tengamos molestias corporales en los diferentes órganos y miembros será interpretado como indicios de que hay que lavarse; de que la limpieza es, en definitiva, obligatoria (Vigarello, 1991a:210-212). La limpieza bajomedieval, articulada en torno al buen olor y la visibilidad, tiene en mira irremediablemente la presencia coactiva del prójimo, indisociable de la posición social que ocupa éste.

El caso del aseo de los dientes es realmente significativo al respecto. Vuelve a ser la referencia a los demás la que guía la limpieza. Los dientes se limpian porque es algo que hacen las personas corteses y elegantes:

"Usar el mondadientes en las letrinas y en el baño es costumbre de gente baja y del vulgo y hacerlo debilita las encías y altera el aliento y según los refinados eso no es propio de los hombres corteses, ni de los virtuosos ni de los elegantes". (Al-wassa, 1990:227).