Protocolo Diplomático. Su historia y su misión. Tercera parte

Si tantos y tan sabios maestros han ilustrado la ciencia del Derecho internacional, han sido, en cambio, bien pocos los que se han ocupado del cuerpo diplomático y de sus funciones.

Guía de Protocolo Diplomático

 

Protocolo Diplomático. Manos y mundo. La carrera diplomática: los conocimientos y funciones del cuerpo diplomático foto base akashjoshi772 - geralt - Pixabay

La carrera diplomática: los conocimientos y funciones del cuerpo diplomático

Pero si tantos y tan sabios maestros han ilustrado la ciencia del Derecho internacional, han sido, en cambio, bien pocos los que se han ocupado del cuerpo diplomático y de sus funciones, por lo que es sumamente difícil establecer principios teóricos sobre la diplomacia, que deben suplirse con la experiencia adquirida en la práctica que cada cual haya tenido.

Dumont fue el primero que trató de subsanar esta falta con su obra "Corps diplomatique", compuesta de ocho volúmenes en folio, a la que añadió un volumen más Barbeyrac en 1739, y el "Supplément au corps diplomatique de Dumont", de Rousset de Missy, con el ceremonial de todas las cortes de Europa.

Martens (Carlos), en 1832, publicó su "Guide diplomatique", a la que siguió una Guía anónima, compuesta de la mayor parte de los capítulos de la de Martens; de Clereq y Vallat, el Barón F. de Cussy y el Barón García de la Vega, han publicado Guías y Manuales sumamente útiles, y en España los Sres. Jove y Hévia, Cortés y Morales y Bernal d'O'Reilly, han escrito también obras para el Cuerpo Consular que llenan completamente su misión; sin embargo, aún queda mucho que hacer para ilustrar con reglas y principios, sacados de la práctica de la carrera, las funciones de los agentes diplomáticos.

Algunas naciones han intentado establecer escuelas especiales para la carrera diplomática, convencidas de su absoluta necesidad y de su gran importancia; pero como no se puede obtener de la juventud el conocimiento exacto de lo que sólo a fuerza de años y de estudios puede lograrse, y como, por otra parte, pocos Gobiernos podían ofrecer en la diplomática las ventajas y seguridades que ordinariamente se conceden a los grados de las carreras especiales, estas escuelas no dieron resultados prácticos y se abandonó su fundación.

En la mayor parte de los Estados europeos, se ha organizado este servicio de modo que los Secretarios de Embajada o de Legación puedan adquirir los conocimientos necesarios para desempeñar debidamente las funciones de jefes de Misión, completando con la práctica sus estudios legales y administrativos. Esto se practica en Inglaterra, en Austria y en Alemania, y con ciertas restricciones en Italia, que siempre se ha distinguido por el esmero y solicito cuidado con que ha escogido sus Representantes.

La organización del servicio diplomático debe estudiarse con más cuidado en los países que no son potencia de primer orden; porque los Agentes diplomáticos de las grandes naciones, si carecen de instrucción, de talento o de tacto, suplen estos defectos con el prestigio inmenso de la fuerza y poder de sus Gobiernos, que los hace respetar de los iguales y temer de los más débiles: y si la voluntad de Gobiernos que, como los de Alemania, Inglaterra y Rusia pueden apoyarla con miles y miles de bayonetas se respeta y acata, no sucede lo mismo con la de los Estados que no se apoyan en más fuerza que la del derecho. "Si todas las condiciones que Wicquefort afirmaba debe reunir un Ernbajador, dice el Conde Solaro della Margherita, si son necesarias "para los de las grandes potencias, son más que necesarias, indispensables para los de las potencias de segundo orden."

Y a los que sostienen que es inútil crear diplomáticos experimentados, que adquieran con el estudio y la práctica las condiciones de idoneidad necesarias para desempeñar bien sus cargos, y que citan en apoyo de esta idea el ejemplo de grandes potencias que se sirven en determinadas ocasiones de personas extrañas a la Diplomacia.

Personas que pueden haber obtenido esos cargos porque su Gobierno quiere utilizar, en una Misión dada, sus conocimientos y cualidades especiales, o por alejar de su seno, con esta Misión, a algún personaje político cuya influencia temía en las luchas de su política interior, se les puede responder con el mismo argumento; es decir, que las grandes potencias dan a sus Enviados diplomáticos un prestigio que es imposible que las de segundo o tercer orden puedan dar a los suyos, y que además, los Gabinetes, por regla general, confían a los Representantes de las primeras secretos que nunca facilitan a los segundos, haciendo también a aquéllos en muchas ocasiones ciertas concesiones que rara vez otorgan a éstos; finalmente, si llegara el caso de que el Representante de una gran potencia sostenga un principio contrario al Derecho de gentes, o se olvide de las cláusulas de un tratado, todo el mundo se figura que, valido de su influencia, apoyado por el prestigio de su poderosa nación, pretende violarlo, abusando de su situación; mientras que, si el que sostiene principios contrarios al Derecho es el Enviado de un Estado de segundo orden, en el acto se ve la ignorancia que sirve de base a su pretensión, y al descubrir esta ignorancia, resulta desprestigiado y sin influencia.

Preparación y experiencia de los cuerpos diplomáticos

Es verdaderamente notable la pretensión de afirmar que para la Diplomacia no importa emplear a personas que no conocen ni los elementos de ella, que pueden ser hábiles y tener la aptitud necesaria para desempeñar sus difíciles puestos en los que han empleado toda su vida y toda su inteligencia en llegar al límite de carreras totalmente distintas, y que, por científicas que sean, o, por mejor decir, cuanto más científicas sean, más se apartan de la Diplomacia y menos aplicación tienen para cargos de tanta trascendencia como son los que se confían a un diplomático si debe ponerse al frente de una verdadera Misión y servir en ella a su patria.

También es absurda la opinión vulgar de que no ocupándose más que de bailes y de teatros, de conciertos y de paseos, pueda llegarse a adquirir la práctica y los conocimientos del verdadero diplomático, es decir, no de la figura decorativa de los salones de una corte, sino del funcionario celoso, amante de su patria, a quien desea y procura ser útil, sabiéndola servir. Y siempre que este funcionario no tenga como base de sus estudios la ciencia del Derecho internacional, la historia de la Diplomacia y el conocimiento perfecto del ceremonial de Cancillería, es casi imposible que pueda servir a su país como diplomático.

Dice el Conde Solaro della Margherita que si un general pretendiese la presidencia de un "Tribunal civil o un Presidente de Sala pidiese el mando de un ejército", se creería que habían perdido el juicio; pero que para desempeñar cargos diplomáticos no hay, generalmente, ningún inconveniente en escoger las personas más "ajenas a ellos", creyéndose que, dando una ojeada a la Guía de Martens y aprendiéndose de memoria los nombres de Grocio, Puffendorf, Bieffeld y Wattel, ya pueden pasar por "expertos diplomáticos", y añade, que su pensamiento, mientras fue Ministro del Rey Carlos Alberto, era formar un plantel de jóvenes diplomáticos que, sirviendo en esta carrera, pudieran prestar, en su día, grandes servicios a la patria, continuando la tradición de esa diplomacia de la Casa de Saboya, de la que decía Luis XIV al Conde della Torre, Embajador en París: cuando un Principe tiene Embajadores como los del Rey de Cerdeña, no se le puede considerar pequeño (Memorándum Storico político Turín, 1851).

En un tiempo eran destinados a la Diplomacia los prelados, porque el respeto que inspiraba la religión y sus pastores era tanto, que revestidos éstos del carácter de ministros públicos, daban prestigio a la representación diplomática: así es que en España los Cardenales Cienfuegos, Jiménez de Cisneros, Acquaviva y Alberoni, profundos políticos y hombres de Estado, estuvieron revestidos del carácter de Ministros de la Corona y de Embajadores, como en Francia lo fueron también Richelieu, Mazarino, d'Ossat, Polignac, etc., y en Italia Bentivoglio, Bichi, el Abate Scaglia y otros. Hoy, generalmente, se confían más estos cargos a los jurisconsultos, siendo esta la mejor y más acertada elección, porque nadie mejor que ellos pueden defender los intereses de su patria allí donde deban suscitarse intrincadas cuestiones de derecho.

Casi todas las naciones van adoptando hoy el sistema de no seguir la costumbre de considerar los puestos de Secretarios de las Misiones diplomáticas como una profesión de lujo; pero como también es imposible retribuir esos puestos como los retribuye, por ejemplo, Inglaterra, porque los demás Gobiernos, agobiados por el peso de los inmensos presupuestos de guerra, impuestos por la creciente preponderancia militar, aumentada con los últimos triunfos de Alemania, no pueden disponer de las sumas necesarias para este objeto, procuran compensar la escasez de sus recursos organizando, seriamente, la carrera diplomática; y al exigir a los que desean ingresar en ella estudios y conocimientos especiales y aptitud y condiciones determinadas, les ofrecen también, para terminarla, los puestos de Jefes de Misión, para que esta esperanza les ayude a esperar en sus modestos cargos el premio que tienen la seguridad de obtener con el tiempo, alcanzando las altas dignidades de su carrera, como los militares pasan por los grados subalternos esperando lograr algún día la faja de general.

Porque, si en toda misión se necesita fe y esperanzas de algún éxito para su buen desempeño, en las diplomáticas es de absoluta y hasta de imprescindible necesidad el tenerla. Cuando M. Thiers aceptó en 1871 la misión que en horas de angustia suprema le confió el Gobierno de la Defensa nacional para buscar las alianzas que la Francia no había procurado asegurarse antes de la guerra, el eminente hombre de Estado fue de corte en corte, a ciegas, sin conocer las disposiciones de las potencias cuyo apoyo solicitaba y sin esperanzas de obtener nada de ellas, y a pesar de su talento político, demostrado en su aversión por aquella guerra, y de su conocimiento de las fuerzas y organización de su patria, fracasó en esta misión, como después fracasaron igualmente él y Jules Favre en sus negociaciones de paz, aceptando la condición de su Gobierno de no ceder un palmo de territorio, ni una piedra de las fortalezas nacionales.

Es, además, innegable que los Plenipotenciarios de la Francia, de aquella nación que lo había confiado todo a sus propias fuerzas y al empuje de su ejército, del gran ejército, como se le ha llamado en este siglo, encontraron dentro y fuera del territorio francés la acción poderosa de una diplomacia triunfante, más aún por su campaña de negociaciones que por el bosque de bayonetas en que se apoyaba. El Canciller de Prusia, que con el carácter de General honorario del ejército alemán siguió la marcha de las tropas, organizando, para que le ayudase en su campaña diplomática, una especie de gabinete de Negocios extranjeros, compuesto de Consejeros y Secretarios de legación, escogidos en su ministerio y a los que hizo revestir por su Gobierno de categorías militares, supo amontonar obstáculos tan insuperables en el camino recorrido por Thiers primero y por Jules Favre después, que éstos no pudieron allanarlos, viendo fracasar todas sus negociaciones, no tanto, repetimos una vez más, por las victorias consecutivas de las armas alemanas, como por el constante trabajo de la diplomacia, que sagaz y hábilmente dirigida antes de la guerra y durante la campaña por el gran político cuyo nombre simboliza hoy la ciencia de la política internacional, alcanzó la realización de sus ideales, viendo restaurar el Imperio de Alemania sobre las ruinas de la Francia, coronando Emperador a su Rey en Versalles, entre los recuerdos históricos del glorioso reinado del gran Luis XIV y enfrente de París, ante el sepulcro de Napoleón I.