Deberes para con nuestros padres. II.
La urbanidad es una especie de túnica que envuelve las asperezas de nuestro carácter, embotándolas, y que impiden lleguen a herir a los demás.
La madre sigue siendo la tierna confidente de su hijo, la que enjuga sus lágrimas, la que le proporciona algún solaz, y la sonrisa de gratitud de la prenda de su corazón, la recompensa con usura de todos sus afanes. El padre, ¡ay! el padre tiene que guiarle por la árida senda de la probidad y del honor, franquearle la herrada puerta del trabajo y las vigilias, preparar su ánimo para luchar contra el mundo y sus horrendas tempestades. La madre sin ningún esfuerzo ha procurado trocar el niño en ángel; el padre debe convertirlo en hombre, debe asegurarle un porvenir, y protegerle contra todos para favorecer su entrada en un mundo, que siempre se encoge desdeñosamente de hombros y sonríe con desprecio a la llegada de cada nuevo convidado que viene a reclamar su parte en el universal banquete. ¡Cuántas tormentosas luchas, cuántos afanes, cuántos sacrificios de amor propia y de dinero tendrá que hacer antes que vea a su hijo ocupar un asiento entre los hombres honrados y laboriosos de la tierra!
Vemos, pues, por esta ligera reseña, que iguales son los sacrificios del padre y de la madre; igual, pues, debe ser nuestra gratitud para ambos, iguales los deberes que esta gratitud nos impone. Por mucho que nos desvelemos por su bien, por mucho que procuremos corresponder a su desinteresado cariño, nunca haremos tanto como ellos se merecen.
La piedad filial era entre los antiguos una de las primeras virtudes, y no hay ningún alma, por endurecida que esté, que no se conmueva al oír los sublimes ejemplos que ha producido.
Esta sola palabra: es buen hijo, equivale a los mayores elogios, y es una garantía tan grande para la sociedad, que el que merece este dictado se concilia todas las simpatías. No hay ninguna falta que no esté, en cierto modo, borrada, si aquel que la ha cometido puede ostentar su piedad filial por glorioso timbre. No es un hombre de grandes conocimientos; pero es buen hijo, dicen sus jefes al otorgarle una gracia o un empleo; no posee bienes de fortuna; pero es buen hijo, dice un padre al entregarle a su hija. Este dictado equivale en el mundo al talento, a la riqueza, y aun al encumbrado nacimiento. Es la única moneda cuyo valor no se ha hecho nominal en la gran banca de los hombres, y el que se presenta con ella puede estar seguro de recibir en cambio la protección universal.
Tal vez las monedas de la virtud y la honradez han perdido su valor; pero esta lo conserva, y lo conservará siempre integro.
Y el mundo tiene razón: porque aunque a veces se deje extraviar por el turbión de las pasiones, en general es justo en sus raciocinios. El que ama a sus ancianos padres, el que los socorre y los venera, muestra un juicio recio y un corazón sensible, y podrá cometer alguna falta pasajera, pero nunca será un malvado.
Si tan grande es la benevolencia con que mira el mundo a un buen hijo, cuánta no será la que despierte en el ánimo del Eterno, que es el bondadoso padre de todas las criaturas, del que ha dicho: honra a tu padre y a tu madre sobre la tierra, y alcanzarás la misericordia en el cielo.
¡Ah! ¡cada lágrima que enjuguemos a tos autores de nuestros días borrará una falta del eterno libro y formará la espléndida aureola que deberemos ceñir en las alturas! ¡Dichosos los hijos que han sido los báculos de consuelo de sus ancianos padres! ¡Dichosos los que han velado noche y día a la cabecera de su lecho! ¡Dichosos los que han cerrado sus ojos y no los han abandonado hasta la yerta sepultura! ¡Ah! ¡felices los que en el amargo trayecto de la vida puedan recordar su bendición postrera, y buscar al través de las nubes su imagen risueña y adorada!
Pero no basta amarlos y socorrerlos, es preciso respetarlos, y aun tolerarlos.
Los ancianos, como los guerreros, gustan de referir las batallas de su vida; escuchémoslos con placer, porque además de enseñarnos, experimentan una inocente satisfacción, que mañana también experimentaremos nosotros al referirlas a nuestros hijos. Los ancianos, como los árboles secos y desnudos del invierno, lloran como es natural sus perdidas galas y la perfumada brisa de la primavera; dejémosles que hablen sin cesar del pasado, perdonémosles que lo encuentren siempre más hermoso que el presente. ¡Ah! ¡cuando ha huido la juventud, la naturaleza no tiene ya para el alma caduca variadas armonías, ni para los ojos debilitados espléndidos paisajes! No nos irritemos de que condenen tal vez con demasiada rigidez nuestros placeres. El náufrago que después de haber atravesado el furioso océano en una tabla, llega exánime a la orilla, tiene algún derecho para zaherir a los que se embarcan en una frágil barquilla y se entregan con imprudente candidez al embate de las olas.
El anciano conoce el verdadero sentido de esas palabras falaces que os embriagan y seducen, porque lo ha descifrado al través de amargas lágrimas; conoce la solución de esos enigmas que cautivan vuestra infantil curiosidad, y sabe cuál es el término preciso adonde conducen todas las exaltadas pasiones que os halagan.
Para él, tal vez desgraciadamente, no existe el misterioso hechizo de la ilusión, y lee en el porvenir con la luz que le suministra su pasado. Jóvenes, escuchad con religioso respeto sus consejos. Puede ser que Ia amargura de sus recuerdos le haga exagerar los peligros, puede ser que su desencanto le conduzca a ser injusto y a reprobar vuestros más inocentes placeres; pero siempre sus consejos serán hijos de su amor y su experiencia, y por lo tanto si no los seguís en un todo, procurad a lo menos respetarlos.
La vejez, rica, cuando menos en experiencia, hace gala de ella y quiere imponer su opinión a cuantos la rodean: la juventud presuntuosa con su misma ignorancia, tiende siempre a sacudir el yugo y proclamarse independiente. Si hay falta en ambas, a la juventud toca ceder y tolerar, y ser deferente y sumisa.
El respeto que concedamos a los ancianos nos será concedido algún día, y ¡ay de aquellos que se burlan de las canas, que muy en breve, antes de lo que imaginan, cubrirán su frente!
Si experimentamos un sentimiento de indefinible respeto delante de un monumento antiguo, al pensar en los sucesos de que ha sido testigo, ¡con cuánta más razón lo experimentaremos delante de un anciano que ha sido víctima de todas las vicisitudes de la vida!
Cuando vuelve un viajero de apartados climas, ¿no nos agrupamos en torno de él para saber las mil particularidades de su viaje? El anciano es un viajero que toca ya a los linderos de su patria; ¡recojamos con avidez y veneración sus últimas relaciones!
Hablémosle siempre como si aquel fuese el postrer momento de su vida; ¡qué remordimientos experimentaríamos si tratásemos con dureza al que pasado un instante reposase ya en la tumba!
Una nevada cabellera es una diadema más digna de veneración que las que ostentan los monarcas de la tierra. Inclinémosnos siempre delante de ella, y no olvidemos jamás que debemos ceñirla algún día. Veneremos a nuestros padres después de Dios, y después de nuestros padres a todos los ancianos. En las repúblicas de Grecia, donde la ancianidad era más respetada, los jóvenes solían ser modelos de todas las virtudes.
El anciano, como el niño, necesita vuestro apoyo: es un ser que declina y va perdiendo gradualmente sus brillantes facultades, como el árbol marchito que pierde a cada instante alguna de sus hojas.
No os burléis de sus tal vez pueriles caprichos: la sonrisa del desprecio en los labios juveniles, cuando el objeto de ella es un anciano, los deshonra para siempre. Lejos de eso, prestadle el apoyo de vuestro brazo, porque él en otro tiempo os sostuvo amorosamente entre los suyos; guiad su trémulo paso, como él guió con tan tierna solicitud los vuestros; sed, en fin, para él el ángel del consuelo, y el mundo os dará en premio sus aplausos, y Dios os recompensará con la profesión de sus mercedes.
- Deberes para con nuestros padres. I.
- Deberes para con nuestros padres. II.