La curiosidad y el arte de agradar

La curiosidad puede ser muy noble y puede coadyuvar poderosamente al desarrollo de la inteligencia, ya dando a conocer los acontecimientos históricos antiguos o modernos...

El arte de agradar. Manual de la verdadera educación. 1905

 

La curiosidad. La curiosidad y el arte de agradar foto base Couleur - Pixabay

La curiosidad mala y la curiosidad buena. ¿Es la curiosidad un defecto?

Aquella urbanidad

Siempre, en todos los tiempos y en todas las ocasiones, la curiosidad ha sido considerada como un defecto exclusivamente femenino.

A nuestro juicio hay en esta apreciación dos errores muy marcados, pues ni creemos que la curiosidad sea siempre un defecto ni aceptamos que este defecto sea propio y exclusivo de la mujer.

Muchos hombres sesudos, inteligentes y cultos suelen escuchar sin protesta, y hasta con gusto, las hablillas y las referencias cosechadas merced a la curiosidad de sus esposas.

En tales casos, el papel de la mujer resulta muy parecido al del perro de caza que busca una pista, olfatea entre los matorrales y al fin levanta la pieza y la pone al alcance de los disparos del cazador, que es el marido.

Lo verdaderamente censurable es que el hombre, en vez de poner coto a tales cacerías, las estimule y las aliente, impulsado por el malsano deseo de averiguar detalles y de conocer pormenores de vidas ajenas, que ni en poco ni en mucho afectan o se relacionan con la propia existencia.

Para la mujer, el ejercicio de la curiosidad constituye, no sólo un deporte, sino también un medio de excitar la atención y de obtener aplauso.

Muchas señoras hay que, por su falta de cultura y por su escasez de ingenio, encuentran, en los informes que obtienen merced a su curiosidad, éxitos que difícilmente obtendrían si tuviesen que hablar sobre temas de orden más elevado, y que, por lo mismo, exigen una suma de conocimientos y una finura de juicio que sólo el tiempo, el estudio y la reflexión serena pueden proporcionar.

Líbrenos Dios de considerar como reprobable el que los esposos cambien impresiones y se comuniquen dichos o hechos referentes a las personas que forman el círculo habitual de sus relaciones; tal conducta será o no reprobable en razón a la procedencia de los dichos o de los hechos, y en razón también a los sentimientos que impulsaron a adquirir tales noticias.

Hemos dicho y repetimos que la curiosidad no constituye invariablemente un defecto.

La curiosidad puede ser muy noble y puede coadyuvar poderosamente al desarrollo de la inteligencia, ya dando a conocer los acontecimientos históricos antiguos o modernos, ya presentando los mismos acontecimientos en los aspectos distintos y contrarios en que la opinión los ofrece. Y esta costumbre, hija del ansia de saber y de comparar antes de formar juicio, resulta positivamente beneficiosa, pues nos mueve a investigar, no sólo aquello que nos agrada, sino también lo que nos es indiferente, y aun antipático, en las cosas como en las personas, y no ya desde el punto de vista que nos halaga o nos conviene, sino en todos los detalles que pueden proporcionarnos datos para juzgar con el acierto y con el desapasionamiento que caben dentro de los límites de lo humano.

Si acabáramos con la curiosidad, acabaríamos al mismo tiempo con la instrucción, que es la curiosidad por saber. Y, acabada con la curiosidad la instrucción, la educación, que es la instrucción del sentimiento, acabaría, y las personas convertiríanse en seres inertes, poco ó nada distintos de los irracionales.

Como se ve, la curiosidad dista mucho de ser siempre un defecto; pero llega a serlo cuando abandona las esferas de lo noble y de lo levantado para rastrear, como los reptiles, por caminos tortuosos; cuando desciende de lo general a lo personalísimo, y cuando, olvidando las acciones, busca a las personalidades para espiarlas, empleando medios que casi nunca se ajustan a la corrección.

Así considerada la curiosidad, ni es noble ni es buena. No es para descubrir generosos sentimientos o arranques abnegados para lo que bucea en el mar de las ajenas vidas, inquiriendo, comparando, pesando y midiendo las palabras, comprobando su exactitud y convirtiéndose en polizonte, desalentado muchas veces y alentado siempre por la esperanza de encontrar pasto a su misma curiosidad.

Al llegar a este punto, la curiosidad es suspicacia maligna que todo lo mira, que en todo pone mano, que recoge aun las frases más indiferentes, que pregunta a los pequeños, que trata de sorprender a los mayores, que no se avergüenza interrogando a los criados y que emplea todos los medios legítimos o ilegítimos para recoger indicios que, por insignificantes que sean, le sirvan de cimiento para construir sobre ellos el edificio completo de las suposiciones.

Lo principal es no salir de la investigación con las manos vacías; poco importa que el resultado sea mezquino, con tal de que pueda ser utilizado para hablar de él, desfigurándolo, abultándolo y quitándole o poniéndole lo que haga falta para presentarlo con caracteres interesantes.

La gallina que 'curiosea'

¿Quién no ha visto alguna vez a una gallina escarbando en la tierra, y no dejando de escarbar hasta tanto que logra encontrar un gusanillo? Por pequeño que el gusano sea, la gallina cree que el hallazgo es bastante para remunerar el tiempo y el trabajo que ha empleado en descubrirlo. Tal imagen simboliza con mucha exactitud a la curiosidad que se afana por averiguar lo que ocurre en unas casas, lo que se dice en otras, lo que piensan en éstas o lo que comen en aquéllas.

Lo portentoso en este linaje de curiosidad es que, no obstante la bastardía de su origen y los reprobables medios que emplea para su satisfacción, no siempre es el ejercicio de un alma perversa que espía y recoge datos de otras vidas para molestar o herir a los mismos a quienes curiosea.

La mayor parte de las veces la curiosidad obedece a un afán de raro coleccionismo; de igual modo que hay quien se dedica a coleccionar sellos o tarjetas postales, hay quien se dedica a averiguar y a coleccionar noticias del prójimo; noticias que, en un momento dado, pueden ser armas terribles, pero que no se recogieron para emplearlas como tales armas, y sí únicamente para darse el gustazo de tenerlas y poder regodearse cacareando el daño que podría hacer si dijese todo lo que sabe y todo lo que por prudencia calla.

Así, la curiosa llega a creer y pretende hacer creer que tiene un alma nobilísima y una prudencia exquisita, toda vez que si así no fuera podría, cuando se le antojara, deshacer reputaciones, romper vínculos de afectos y hasta ocasionar ruinas, refiriendo hechos graves y palabras imprudentísimas "que por casualidad" llegó a conocer.

Lo peor es que la prudencia de la curiosidad se parece extraordinariamente a la indiscreción.

Cuando la curiosidad es discreta, se asemeja mucho a la avaricia, que se da por contenta con la posesión de una riqueza, pero que tiene buen cuidado de no hacer uso de ella.

No hay que insistir en los inconvenientes que la curiosidad, como defecto, lleva consigo.

Las personas curiosas, cuando llegan a ser conocidas como tales, pueden renunciar a la consideración y al trato social, pues cae sobre ellas la indignidad de los procedimientos que emplean para satisfacer tan viciosa inclinación.

Nadie en su vida privada, por limpia y transparente que sea, acepta sin desagrado y sin repugnancia un espionaje, porque todos sabemos que el espía no se contentará con decir la verdad, sino que la desfigurará a su capricho.

Ante una persona curiosa, aun las más confiadas sienten recelo, meditan mucho lo que hablan y se esmeran para no decir palabra que pueda tener torcida interpretación.

¿Hay modo de curar la enfermedad moral que hace a una criatura ocuparse única y exclusivamente en lo que las demás piensan, sienten, quieren y ejecutan?

Desgraciadamente, el mal no tiene remedio.

Y contra las dolencias incurables no hay otra salvación que el aislamiento, acordonándonos con el desdén contra las invasiones del curioso y enviando a los atacados al lazareto formado por la reprobación y por el desprecio.